Puede que sea un objeto que está repleto de presencias que no se ven, aunque esto no sea del todo cierto. Una silla, un paseo, un hijo que habla con una madre que contesta solo por momentos.

Esta es tu silla, ¿ves?, sentate cuando quieras.

Le desplegué el respaldo, le revisé las ruedas y les pasé un trapito para que tus manos sigan blancas. Digo blancas, no inocentes, a vos y a mí la inocencia no nos interesa mucho. El color blanco sí porque viene del esfuerzo, hace falta cuidarlo.

Estuve preparándola, ¿sabés?, durante meses, años, no me acuerdo bien. Siempre me pasa lo mismo con esta silla, me concentro tanto en ella que el calendario se pone a rodar, y al final ya no sé hace cuánto te espero.

Vení, voy a peinarte, voy a ordenarte el pelo con la paciencia de las grandes ocasiones, como si fueran las cuerdas de uno de esos instrumentos que tanto te entusiasman. Porque hoy, esta mañana o esta tarde, ¿qué hora será?, hoy mismo vamos a estrenar esta silla que no te ofende, como no pueden ofenderte la luz tibia, el perfume a café o esa brisa que va a deshacerte el peinado. Y así tiene que ser, ¿no te parece?, las cosas no se ordenan para que queden intactas, se acomodan para invitar al tiempo a que haga su trabajo.

Bueno, entonces estamos preparados, o casi. Estamos preparados, salvo por el detalle de la gorra. Esa gorrita verde, ¿te la dejamos o no? Hay que reconocer que te da un toque de humor, quizá te hace más joven. Aunque sé que también te quita perspectiva y te hace un balconcito de sombra. Mejor te la sacamos. También podés llevarla en el regazo, por si el sol se nos pone caprichoso.

El sol es caprichoso, me contestás, es su naturaleza. Detengo el impulso que ya estaba a punto de darle a tu silla. Tenés razón, mamá, mucha razón: es su naturaleza. Y que el sol sea imprevisible termina de darle su carácter de milagro. Muy bien, de acuerdo. Lo que no tengo claro es si eso quiere decir que te vas a poner la gorrita verde o no.

¿Nos queda alguna cosa más? A ver, repasemos. Cuando salimos juntos me distraigo fácilmente, podés tomártelo como un cumplido, mirá que sos coqueta. ¿Falta algo? ¿Tu pulsera de la suerte? ¿Tu chaleco liviano? ¿Tu pañuelo amarillo? Más abrigo no creo que necesitemos, acá el sol es caprichoso pero también fuerte. Te prometo una calle radiante. Te prometo que va a haber más pájaros que autos. Te prometo que vamos a reírnos. Y si después hay que llorar, lloraremos.

Qué delicia de aire, ¿lo notás?, imaginate entonces cómo va a acariciarnos cuando empecemos a movernos. Me gusta decirlo así, en plural, movernos, porque pienso que salir con la silla tiene esa ventaja, ¿no?, cada uno participa del cuerpo del otro, con un mismo empuje caminan dos. Hoy tus pies me parecen más lindos, se los ve con la curiosidad en los talones, impacientes dedo a dedo, esas sandalias no te las conocía.

Ahora, por favor, vamos soltando los frenos. Así, despacio. Uno, otro. Perfecto. Para ser la primera vez, parecés una experta. Avanzo, ya avanzamos. Esto es mucho mejor de lo que imaginaba. ¿Te gusta? ¿Te divierte? Juguemos a los barcos. Vos sos una vigía y yo soy un timonel. Allá voy, allá vamos. Ya te escucho cantar. Ya se inflan las velas. Qué rápido rodamos, esto hay que repetirlo. Allá van nuestras ruedas, que giren, que no frenen nunca más. ¿Vas bien? ¿Vas cómoda? Definitivamente, este paseo fue una gran idea.

Silla veloz, silla de tiempo, silla vacía al aire. Silla colmada de alguien que se hubiera sentado.

 Andrés Neuman es profesor de literatura y escritor. Entre sus libros, La canción del antílope, Bariloche y Hacerse el muerto, donde se publicó por primera vez este cuento.

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