Un amor frustrado que no se puede superar, que resiste como una mala enfermedad la necesidad y la imposibilidad de un olvido que requiere auxilio mágico.

Le dijeron que fuera a verlo, porque podía curar su pena de amor.

Le dijeron que era más efectivo que todo lo que hasta ahora había probado y nunca le había traído calma. No había obtenido ningún resultado. En realidad, pensaba que, a medida que buscaba paliativos, el recuerdo de su amada crecía cada vez más. Nada de tranquilidad o paz mental. Ni siquiera un placebo por un tiempo. Incluso el psicoanalista, en su opinión, lo había estafado. Y lo mismo con las pastillas del psiquiatra, que sólo le daban sueño, pero ningún olvido de su amada.

La pena de amor ahí estaba, resistía como una mala enfermedad.

 

Fue una mañana, cuando conversó con una amiga y le recomendó al chamán.

El tipo había vivido casi toda su vida en México, en el desierto de San Luis Potosí, cerca del territorio Wirikuta, zona sagrada para los aborígenes huicholes, y había emigrado a la Argentina luego de que el Gobierno mejicano le entregara tierras a empresas canadienses para que desarrollaran un proyecto de megaminería en la zona.

Su amiga, no conocía al chamán, pero sí tenía referencias por otros amigos y amigas que lo habían visitado, y le habían dicho que él sabía tratar y curar los males de amores.

 

Finalmente pudo encontrar la casa. Precaria, con paredes de ladrillo sin revoque, techo de chapa. Estaba a ciento cincuenta kilómetros de la capital, cerca de una barriada, rodeado de campo, que a esa hora brillaba por la luz potente del sol de mediodía.

Unas tiras plásticas rojas y negras colgaban sobre la entrada, precedida por unos discos de arado oxidados que estaban sobre la tierra.

Vio una rama en el suelo, la agarró, golpeó con fuerza uno de los discos y enseguida salieron de la vivienda dos perros siberianos. Se sintió confundido, porque esperaba sus ladridos y no que salieran tan rápido, y ahora los tenía pegados, olfateándole las partes de su cuerpo. Dos lobos. Y encima uno de ellos no dejaba de olerle los huevos con insistencia. Estaba estático y nervioso mientras seguía de cerca su hocico. Entonces al ver que el perro con un movimiento brusco salía corriendo hacia la vivienda, se palpó con una mano el escroto.

El otro siberiano estaba echado, lo miraba con sus gélidos ojos azules, e hizo que sintiera un frío intenso en medio del rayo de sol. Pero se olvidó de los perros al escuchar que, desde el interior de la vivienda, alguien cantaba una canción con una voz rasposa, aguda.

Me cansé de rogarle
Me cansé de decirle

Que yo sin ella
De pena muero

 

Ya no quiso escucharme
Si sus labios se abrieron
Fue pa’ decirme: “ya no te quiero”

 

Yo sentí que mi vida
Se perdía en un abismo
Profundo y negro
Como mi suerte

Pensó que la voz aguda y rasposa que continuaba entonando esa ranchera, sería la del chamán. Porque él no podía creerlo, no podía entender que sonara esa canción, era como si hubieran adivinado por qué estaba parado justo ahí, en ese lugar, a ciento cincuenta kilómetros de la capital.

Después, lo primero que vio fueron los pies sucios, las sandalias que se despegaban lentas de la tierra, y el cuerpo desgarbado, los jeans mugrientos, la remera negra con la cara estampada de un indio, debajo unas letras rojas que decían Crazy Horse.

La cara aindiada con escasa barba, pelo largo canoso y una gorra deportiva con el símbolo Adidas.

Se preguntó si ese tipo era el chamán o si era un pariente, quizás un ayudante. Tranquilamente podía ser otro estafador más que juega con los sentimientos de las personas.

Se limitó a observarlo unos segundos más. El viejo tenía sus ojos negros clavados en él, y le pareció que estaba leyendo, en ese instante, lo que ocurría dentro de su cuerpo.

 

—Busca el amor en un tiempo donde no existe. Es parte del pasado. Pero si necesita otra cosa, tal vez pueda ayudarlo — dijo el chamán.

—Es que yo no quiero eso. Sólo quiero olvidar, sólo quiero olvidarla.

—Tengo un remedio para que el olvido crezca; con suerte, quizás sea definitivo.

 

Se quedó pensando y no supo qué decirle al chamán, que escarbaba con la punta de la sandalia en la tierra.

—Si necesita el favor del olvido, debería traerme dos atados de Camel y una botella de ginebra.

Estuvo a punto de decir “¿dónde mierda puedo conseguir eso a esta hora de la tarde y en este barrio de mierda?”, pero sólo atinó a pronunciar “¿dónde?”

El viejo hizo una mueca de fastidio, abrió su boca desdentada y después dijo:

—Ta bueno. Ahícito a unas cuadras está la despensa de María Luisa —y señaló el camino de tierra que podía verse detrás del caserío.

Caminó hacia el vehículo mientras miraba cómo el viejo volvía a ingresar a la vivienda.

Puso el auto en marcha y avanzó despacio hacia el camino.

 

Luego de recorrer una cuadra no vio ningún negocio u almacén. Fue más adelante, después de unos tres kilómetros, tal vez más – eso le pareció, porque era difícil calcular al ver campo a ambos lados –, cuando vio el humo que salía de un puesto rústico, de chapa y con un toldo verde.

Vendía choripanes, sánguches de bondiola (eso decía en un pizarra negra con faltas ortográficas), y no era la despensa que él se había imaginado.

Dio una vuelta en U y se dirigió hacia el puesto que había pasado hacía sólo dos minutos.

Estacionó a un costado del camino y bajó.

Detrás de la barra de chapa había una mujer robusta con el pelo recogido, y lo más notorio eran sus bigotes y los aros de calaveras negras que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Tenía la radio con el volumen altísimo y salía la percusión y las guitarras inconfundibles de la vieja cumbia villera.

Le preguntó si vendía cigarrillos, Ginebra.

—Bols, Camel —respondió sin mirarlo como si hubiera repetido sólo esas dos palabras desde hacía cuarenta años.

Le dio la espalda y pinchó algunos chorizos sobre la parrilla, que a él le parecieron que tenían mucha más grasa de lo habitual. No podía ver los fierros negros de la parrilla, porque estaban tan amarillos con algunos pedazos de carne enrojecidos que, todo el conjunto, le hizo recordar al siniestro payaso de McDonald’s.

Sintió asco.

—Está bien —respondió.

La mujer desapareció tras una cortina de tela negra y él se quedó mirando el humo que arrojaban esos extraños chorizos, casi amarillentos. La carne también le causaba serias dudas.

Volvió a aparecer la mujer y apoyó la botella de ginebra Bols y los dos atados de Camel sobre la barra.

—¿Quiere llevar algo para comer en el camino?

Ni le respondió. Le pagó y se fue.

 

Se acercó despacio a la vivienda y miró entré las cortinas de tiras de plástico. Escuchó la voz del chamán que le decía que entrara. Apenas lo hizo, lo vio sentado con las piernas cruzadas, concentrado en el fuego que salía de un ramaje encendido. El humo que había dentro de la vivienda hacía que le costara respirar, pero se aguantó. El chamán, con los ojos entrecerrados, tenía varias bolsas de tela a su lado y, de vez en cuando, arrojaba al fuego polvo, hojas, gajos de cáctus, pelos, y otros elementos que no pudo reconocer.

Los siberianos estaban echados cerca suyo con la lengua afuera. Quiso pedirle un vaso de agua, pero no lo hizo. El chamán le pidió la botella de ginebra y los cigarrillos. Se los alcanzó. Después abrió la botella de Bols y se sirvió en una vasija de barro que tenía cerca. Bebió y le dijo que estaba riquísima. Luego le acercó la botella y le dijo que bebiera. Entonces él bebió un trago y sintió como si su cuerpo se incendiara.

El chamán encendió un Camel, aspiró y largó el humo, y lo dejó dentro de su boca mientras lo fumaba.

—La foto — dijo el viejo.

Su amiga ya se lo había dicho. Entonces sacó de su billetera la fotografía de Irene y se la entregó. El viejo la apoyó al lado suyo.

Después le dijo que cerrara los ojos, y le recalcó que no los abriera hasta que le avisara. Pero así parado no estaba bien, y el chamán lo instó amablemente a que se sentara en frente suyo, para que estuviera cerca del fuego.

Le hizo caso y lo miró al chamán y, aunque no quisiera, le obedeció y cerró sus ojos.

“Por todo lo que crece y vive en esta tierra, en los valles, en los cerros, en el desierto y las selvas; por la fecundidad que traen siempre los ríos, los mares y las tormentas; te agradezco viento que esparces y separas los elementos…”, decía el chamán con su voz aguda, hasta que escuchó el aullido de perro y entreabrió lentamente sus ojos, apenas, y entonces distinguió al chamán que terminaba de degollar a uno de los siberianos. El perro pataleaba mientras su cuello chorreaba sangre y el viejo se iba cubriendo con ella la frente, la nariz, debajo de sus ojos, las orejas y también la lengua.

Continuó con los ojos entreabiertos mientras temblaba, y llegó a ver que el viejo agarraba un pedazo de cactus verde grisáceo, le sacó algunos gajos y luego se los comió. Entonces le dijo que ahora podía abrir los ojos y se encontró con toda la escena que había entrevisto segundos atrás.

El chamán le acercó unos gajos con la mano y le dijo que los comiera.

Cuando los probó sintió su intenso sabor amargo y, luego, al masticarlos sintió una arcada, pensó que iba a vomitar, pero finalmente no sucedió. Los mantuvo en la boca, pero no los soportaba, no sabía si iba a tragarlos, por el ardor que le provocaban, hasta que, sin poder resistir, terminó escupiendo algunos contra el fuego.

El chamán se quedó mirándolo serio, y después arrojó la foto de Melisa al fuego mientras sus ojos comenzaban a ponerse azules y empezaba a gruñir como una fiera.

Se paró y amagó a salir, porque ya no soportaba más ni el olor a humo, ni el calor, ni el gusto amargo en la boca que le traía arcadas. Además, pensó, el chamán ahora parecía estar dormido.

Se sintió nuevamente estafado.

Cuando estaba a punto de salir, escuchó la voz del viejo que le decía que tenía que esperar. Que el proceso llevaba un tiempo, y que la falta de paciencia era peligrosa.

Sin hacerle caso, le dejó el dinero sobre una silla vieja y salió de la vivienda.   Afuera, aunque tosía y aún tenía el olor a humo mezclado con el de los gajos del cactus metido en la garganta, se sintió mejor.

Caminó hacia el auto y se dio cuenta que el chamán había salido. Estaba acuclillado y lo miraba con sus ojos azules. Luego se puso en cuatro patas y aulló como un lobo.

 

En la ruta, ya tranquilo, no pensaba en nada, parecía que el olvido estaba haciendo su trabajo. Es verdad, temblaba y sudaba como si tuviera fiebre, pero sabía que en una hora y media más ya estaría en su casa.

Sólo algunos montes, viviendas humildes, animales rurales, y niños, adultos y ancianos que vivían su miserable historia anulaban la uniformidad del campo.

Se distrajo con la música de la radio, y unos minutos después creyó sentir un olor asqueroso, le vinieron naúseas, y luego la sensación de aspereza, los pelos duros que le rozaban la nuca. Se dio vuelta y, cuando lo vio, escuchó la frenada, el golpe, y percibió la oscuridad antes de perder la conciencia.

Nico Pose (Buenos Aires, 1980) Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Publicó la novela Por una cabeza (2018), los ensayos de cine y literatura Libres del libro (UAI, 2017) junto a Juan Pablo Bertazza, César Rexach y Manuel Pose, y el libro de cuentos La performance (De los cuatros vientos, 2005). También uno de sus relatos integra la antología de cuentos policiales Rojo Profundo (2019) editada por la revista Le Folie. Su última novela, Cuando la noche quema, fue editada por El Bien del Sauce este año.

Ha escrito textos literarios, reseñas y críticas en diversos medios culturales como las revistas El Interpretador, No Retornable, Siamesa, MALBA cine, Le Folie y revista Ruda.

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