Cuando aparecen las pasiones inesperadas, la historia se tiene que temer un respiro. Una tertulia para estrenar el himno nacional argentino se posterga para dar lugar a un  episodio menos memorable pero más promisorio.

 

 

Sargento – (…) ¡Saludad las revoluciones anónimas: ellas son los verdaderos triunfos de la libertad!

Juan B. Alberdi  (“El gigante Amapolas”)

 

 

          Según los manuales de historia, en el año 1813 Mariquita Sánchez de Thompson cantó por primera vez para el público el himno nacional argentino compuesto por Vicente López y Planes y Blas Parera. 

Esperaba a Vicente a las cinco, pero eran las cuatro de la tarde cuando tocaron la puerta.  Le pedí a mi criada que abriera y que, sin abandonar la amabilidad, fuera lo más expeditiva posible con la inesperada visita.

–  ¿Se encuentra la Señorita Mariquita? – preguntó una voz desconocida

–   La están bañando – contestó Erminda

–   ¡Oh!- exclamó, segura de haber importunado –  Yo soy Lucía Thompson, la luthiere. Vine a calibrar el piano ¿son las cuatro, verdad? Habíamos convenido este horario, usted dirá ¿espero o vuelvo después?

–    Vuelva des…

–  ¡Qué se quede! – la interrumpí a los gritos desde la bacha. Con todos los preparativos, me había olvidado por completo.  Durante años esperamos ese día con más ganas que aquél otro en el que derrocamos a Cisneros y lo único que faltaba era que, llegado el momento, el piano estuviera desafinado.

–   ¡Que se quede, que se quede! – volví a ordenar –   Servíle algo a la señorita, mientras tanto.

Erminda había preparado unas tortas fritas y algunas pavadas más para los invitados, así que cuando salí del baño encontré a Lucía Thompson sentada frente a la mesa del comedor.  No era frecuente que una mujer visitara mi casa, me pasé la vida rodeada de hombres. Mi círculo social se componía, mayormente, de afamados patriotas, Juan José Paso, Mariano Moreno, cualquier vocal del Cabildo y si te descuidás hasta las mismísimas consonantes habían celebrado tardecitas de tertulia en mi living.

–   Cosa extraña – le dije, cuando me acercaba a saludarla – . Una mujer luthiere.

 

Lucía se incorporó y me besó las mejillas.

–  ¿Cosa extraña? – preguntó  – ¿Usted no es cantante? Perdón, Lucía Thompson, mucho gusto.

–   El gusto es mío.  Tome asiento, por favor. Sí. Todas las mujeres de alta sociedad con una pizca de sensibilidad artística somos cantantes.  Luthiere, en cambio… luthiere es un oficio que aprenden los hombres. Pero, ché. Qué descortés esta Erminda. No le sirvió el te en la taza, caramba.

– Puedo hacerlo yo misma, señorita, no soy manca. Estaba esperando que usted llegara. ¿Toma conmigo?

–  No, gracias, voy a merendar más tarde.  Hoy tenemos tertulia.

–  Sí, claro, por eso estoy aquí. Siempre hace falta un o una luthiere para estos casos. Heredé este oficio de mi padre, él era varón, por supuesto.

–  Así que su padre era barón. ¿Barón de la nobleza?

–   No, varón, de macho que era nomás.

–   Ah, pensé que por su apellido… ¿Thompson, verdad?

–  Está muy rico el té, necesitaba algo caliente… Sí, Thompson, pero no, fíjese. Somos Thompson por equívoco.  Ni siquiera cuestión de antepasados ¿sabe?, sino por un error en el registro civil. ¿De veras no va a beber?

–   No, le agradezco. Continúe, es muy interesante su relato.

–  Mi abuelo, que en paz descanse, llevó el mismo apellido de todos los bebés de su partida.

–   ¿Cómo puede ser eso?

–  El empleado que lo inscribió era analfabeto y cuando lo contrataron le enseñaron a escribir “Guillermo Thompson”, es decir, el nombre y el apellido del primer niño nacido aquel día.  No entendió muy bien su trabajo este hombre y les puso Guillermo Thompson a todos los bebés que Dios trajo al mundo esa mañana.

–  ¡Qué maravilla! ¿Y qué pasó después?

–  Cuando el padre del verdadero Guillermo Thompson murió, aparecieron veintiséis Guillermos Thompson más reclamando la herencia.  Entre ellos, mi abuelo. Todos cobraron y no es vergüenza de naides, porque acá la honestidá no entra en juego. Bendita suerte que un analfabeto decidió sin darse cuenta. El desgraciado perdió su empleo en el registro ¿sabe?

–   Me imagino

–   ¡Pero salvó la vida de tanto indigente!

–   En eso tiene razón.

–  ¡Dios lo tenga en la Santa Gloria al dependiente aquél! El feudo de los Thompson fue repartido entre una veintena de muchachos pobretones que ni para el pan tenían.  Bueno, toda esta introducción no viene al caso, Mariquita. Nomás quería responderle de dónde sale mi apellido y contarle que mi abuelo fue el primer luthiere de la familia. Él se especializó en bombos y boleadoras, porque lo suyo era el campo.  Le trasmitió el oficio a mi padre y mi padre a mí.

– ¡Qué historia conmovedora! – exclamé –  Pero hay algo más sorprendente aún.  Yo no sabía que las boleadoras se afinan. ¿Se afinan?

–   Sí, claro, observe cómo suenan estas que están bien afinadas.

Y ahí mismo sacó un par de su bolso y bailó un malambo.  Me quedé atónita, nunca había visto una mujer tan pasional. Ni las indias que se resistían a la evangelización, solían moverse con ese ímpetu, con esa cosa loca de mujer de otro mundo.

–  ¿No suenan bien?

–  Fantástico – dije yo-  ¿dónde aprendió a zapatear así?

–  Mi padre.

–  Su padre le enseñó todo.

–  Sí, todo. Bueno, a decir verdad, todo no.  Si hago de mi vida lo que quiero es porque lo aprendí solita – dijo, mirándome fijamente. Parpadeaba poco. Sus ojos eran negros, lo noté en ese momento, y rasgados.

–   Se encienden como el carbón – susurré.

–   Perdón, no escuché lo que dijo.

–   Si quiere otro tecito…

–   Por favor.

Algo me cautivó desde el principio de la charla, no era su relato solamente, no.  Tal vez el tono de voz o los modales; como si la conociera desde siempre.  De golpe, me encontré mirando el pronunciado escote de su vestido y, para no seguir haciéndolo, le serví la segunda taza. ¿Qué me ocurre?, pensé ¿que hago yo fijándome en un escote?

–  Bueno, usté me preguntaba…- continuó ella, sacándome de mi distracción.

–  Ah, sí, sí, diga nomás. Aquí tiene.

–  Le agradezco.  Usté me preguntaba si las boleadoras también se afinan. ¡Por supuesto! Sino ¿de dónde sale esa precisión? ¿Eh? Mire: Tiqui tiqui tic… tiqui tiqui tic… tiquitac tiquitac… tac tac. Créame que el buen luthiere debería ocuparse de las suelas de los zapatos y hasta de un piso de baldosas como este, si fuera posible. Quiero decirle, se puede hacer música con lo que usté quiera, una cuchara, un facón, un mortero. Lo que se le ocurra. Como dicen los indios: a la música la hacen el viento, los pajaritos, las pisadas en la tierra.  El latido de un corazón.  Escuche su corazón, Mariquita.  Escúchelo.

–   Bueno, es que…  no llego con mi oreja a mi pecho.

–   Es cierto, qué pavadas digo Mariquita, ¡que escuche su corazón!  ¡Qué tonta soy…! A ver, escuche el mío.  Apóyese acá. No, Mariquita, no, no se me ponga colorada.

Y colorada y todo, me apoyé. Oí el galope.

–    Caramba – le dije -, su corazón…

–  Mi corazón, sí…  ¡Pero qué rapidito sacó la oreja! Aprecie tranquila nomás, con confianza. A ver, déme la mano. ¿Siente el tamborcito? Esto es música, Mariquita, el cuerpo, las entrañas. Y a usté, Mariquita, le gusta la música ¿verdad?

Mejor que no hable más, pensé. Que no hable, por dios y todos los virreyes. Mi cuerpo empezó a temblar como una hoja. Quería salir corriendo y a la vez demorarme allí, sobre su pecho. Sentí lo mismo que si acariciara un león rendido a mis pies, la tranquilidad era tan grande como el miedo a que me comiera viva.  Pero esa bestia no estaba en ella, era yo misma: ¿Qué estás haciendo? ¿Te volviste loca, Mariquita? Sacá la mano de ahí, ché. Y en eso, golpearon la puerta.

–  Ahora vengo- le dije –, debe ser López y Planes que trae las partituras. Ya estoy con usted, no se me vaya, espere.

–   No, – contestó – entre tanta charla y malambo ni empecé con mi trabajo todavía. Mire la hora que es.

–  No importa – dije yo.

Y de verdad no importaba.

Recorrí el comedor a paso ligero. Era Vicente, y ni bien abrí la puerta repitió su acostumbrado ademán. Llevó la galera hasta su pecho, se arrodilló delante mío y, como por acto de magia, hizo aparecer su mano izquierda con un abundante ramo de fresias.  Hacía todo lo posible por parecer un caballero cuando estábamos juntos; regalos, conciertos y paseos en los que solíamos hablar de temas que, él suponía, podían interesarme: mazamorras, revolución, escarapelas, etc.  Algunas veces daba en el clavo, sí, pero su notorio interés por conquistarme se traducía en una seducción que podría haber aplicado conmigo o con otra mujer indistintamente, como si se tratase siempre de la misma. Yo lo sabía y aún así aspiraba a casarme con él porque se trataba de un hombre respetable. De pronto, como si mirase la cosa desde afuera, algo me pareció ridículo, desajustado. Era una chica joven todavía, hablo de mí, por supuesto, tenía la vida por delante y me aterroricé. Pero, en qué estoy pensando, me dije. No podés ser capaz, Mariquita. Sí, soy capaz. No debés. Me importa un comino, ché. Ganó el impulso. Entonces de mis propios labios salieron, en lugar de los versos del himno nacional argentino, las palabras que repetiré a continuación:

-No se hace la tertulia, López.

Yo nunca bromeaba pero el creyó que era la primera vez. Y se rió, dubitativo. Sostuvo esa mueca, dándome así la oportunidad de rectificarme y no lo consiguió. Fueron largos segundos para mi pecho taquicárdico, inexperto en ese tipo de emociones. ¿Yo, decir no?

–  Su silencio es elocuente, Mariquita. – se puso pálido y desarmó la postura genuflexa – No comprendo.

–     Bien, compréndalo.

–   ¿Es todo lo que me puede decir?

De momento eso era todo. La culpa no me dejaba hablar y ni siquiera escuchar mis motivos, pero no estaba dispuesta a dar un paso atrás.

–    ¿Me quiere explicar qué locura es esta, Mariquita?

-No es una locura, López – le contesté, más firme que nunca. Más tarde comprendí que cualquier toma de posición, cualquier opinión novedosa o disidente en labios de una mujer comienza por parecer una locura.

–   Blas Parera me lo había dicho –  dijo. Jamás noté en Vicente una mirada tan hostil como la de ese momento – Las mujeres a los asuntos de la casa, los criados y los críos. Tenía razón, ya ve cómo terminan las cosas.

Miren lo que escondía la caballerosidad de López. Él mismo me había incitado, él me insistía: “Mariquita, a la revolución le hacen falta mujeres como usted”. Y yo que no, que no, que así estoy bien. Me gusta cantar para mis amigos. Y él que vamos, vamos, vamos. Se la precisa m’hijita, anímese, caramba.

–   Escúcheme, López – le contesté, rabiosa, estampando las flores contra el piso – ¿porqué no se va un poco a la mierda con Parera de la mano?

Fue mi última respuesta mirándolo a los ojos. Una vez adentro de mi casa, me desplomé de espaldas contra la puerta, agarrándome del manijón para sostenerme de algo. Sentía que me iba a desmayar nuevamente. ¡Qué tarde aquella! ¿Cómo me animé, Dios mío? ¡Si me escuchara mi madre! ¡Pero, si mi madre lo dejó a mi padre para irse con otro, pensé, y a mi me dijeron que estaba muerta! Respiré hondo, necesitaba recuperar la calma y la calma volvió a través del suave tecleo que llegaba desde el living como una serpiente encantada. Era Lucía tratando de arreglar el desastre que López había hecho en el piano. Muy mal músico, tengo que decirlo. De los compositores, sí, era lo mejorcito, pero agarrate Catalina cuando se le daba por ejecutar. La verdad es que llegué a dudar si el que componía no era otro. Sin duda, amaba la música pero con la misma distorsión con que decía amarme a mí.  Creo que me resultaban habituales esos modos retorcidos, como los de la gente que venía a mis tertulias, por ejemplo; había que ser sonsa para no darse cuenta.

En el año 1807 comencé a organizar estas reuniones porque no tenía otra cosa mejor que hacer y la verdad es que no sirvieron para nada. Digamos las cosas como son, digámoslas. Los invitados las aprovechaban para calumniar a los ausentes, perder tardes enteras en juegos de cartas donde rifaban a sus esclavos y si alguno con alma de músico, pero con alma de músico de verdad y no un fantoche como López y Planes; si alguno se sentaba frente al piano con la intención de tocar una pieza, el resto lo criticaba a troche y moche tratándolo de sensiblero o seguían charlando sin darle la menor importancia. Esta fue mi vida durante años hasta que aquel día histórico de 1813, en lugar de cantar el himno, le canté las cuarenta a Vicente.

Desde el lado de adentro de la casa, pegada a la puerta como una mirilla y con la cálida presencia de Lucía cerca mío, recobré la claridad de pensamiento que escasas veces me atreví a manifestar delante de mi prometido. Y pude recordar y comprender con una extraordinaria lucidez, muchos acontecimientos de mi vida como si despertara de una larga hibernación. Mientras tanto, seguían llegando de la calle los ruegos de aquél hombre.

–   Perdóneme, pero usted comprenderá la situación, tengo todo organizado. Escuche: Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad. ¡Es hermosa esta letra Mariquita, por Dios, rememórela saliendo de su garganta de jilguero!

–  El jilguero ya salió de mi garganta, y se voló López, se voló – desconocía mi capacidad metafórica, esa tarde me animaba a cualquier cosa

–   ¡Se lo suplico, piénselo! – repetía él – ¿Qué le digo a Blas Parera?

–   Qué sé yo, López, dígale lo que quiera. Que revoluciones como las de ustedes no son para mujeres como yo, por ejemplo. Eso, dígale eso.

–  ¡Mariquita, por todas las coronas del mundo, no sea irónica! ¡Me está metiendo en un flor de problema! ¡Parera me va a hacer la cruz, nunca más querrá componer algo conmigo!

–   Asunto suyo, López

–  ¡Mire Mariquita, nosotros habíamos quedado en algo! ¿o no? ¡Usted tiene que cumplir con su palabra! ¡Vamos mujer, recapacite, se trata nada menos que de la revolución! ¡Y la revolución es de todos, suya también!

-Está bien, López. Ya recapacité – le dije.

El piano, al fin, recobraba la armonía y en un instante volví a sentir el gusto por aquél instrumento que a causa de su avería había terminado fastidiándome. Conmovida, me asomé y la vi, tenía los ojos perdidos en el teclado, pero de pronto giró hacia mí y se sonrió. En cinco minutos prepararía yo misma un rico te de manzanilla  y me sentaría a tomarlo al lado suyo.

–   ¿Y, Mariquita? ¿Qué es lo que recapacitó? –  preguntó Vicente, todavía esperanzado.

–    ¡Que la revolución López – grité por última vez –, la revolución empieza por casa!

Ese día las baldosas brillaban como nunca, les daba un sol limpito que llegaba desde el patio. Me encaminé hasta la cocina sigilosamente, descalza, para que Lucía no se desconcentrara al escucharme andar.  Puse el agua en el fuego y esperé a que hirviera. De fondo, sonaba una firmeza.

 

Paula Jiménez España es periodista y escritora. Entre sus libros, La doble, Espacios naturales y Pollera pantalón/Cuentos de género.

 

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