Los caminos de la música diseñan senderos tortuosos, donde conviven el desaliento, la esperanza y las formas diferentes que asume eso que conocemos por amor. Dos hermanos que construyen una historia donde antes solo había distancias, todo gracias a las teclas de un piano.

Lo leí en el periódico, en el metro, de camino al trabajo. Lo leí y no pude creerlo, así que lo leí de nuevo. Entonces tal vez simplemente estuve mirándolo con fijeza, mientras las letras impresas deletreaban su nombre, detallaban la historia. Lo miré fijamente en las luces oscilantes del vagón del metro, y en las caras y los cuerpos de la gente, y en mi propio rostro, atrapados en la oscuridad que rugía allá afuera.

No era de creerse y estuve diciéndomelo mientras caminaba desde la estación de metro hasta la preparatoria. Y al mismo tiempo no podía dudarlo. Tenía miedo, miedo por Sonny, quien volvió a ser real para mí. Un gran bloque de hielo se aposentó en mi vientre y allí estuvo disolviéndose con lentitud a lo largo del día, mientras yo enseñaba álgebra a mis grupos. Era un tipo especial de hielo. Seguía derritiéndose, enviando hilillos de agua helada hacia arriba y hacia abajo por mis venas, sin jamás disminuir. A veces se endurecía y parecía expandirse hasta sentir yo que las tripas iban a salírseme o que estaba por ahogarme o por gritar. Esto ocurría siempre en el momento de recordar alguna cosa específica que Sonny hubiera dicho o hecho alguna vez.

Cuando andaba por la misma edad que los muchachos de mis clases, su rostro fue luminoso y franco, con mucho cobre en su color; y tenía los ojos castaños maravillosamente directos, y una gran gentileza y reserva. Me pregunté qué aspecto tendría ahora. Lo habían detenido, la noche anterior, en una redada hecha en un departamento del centro, por vender y usar heroína.

No podía creerlo. Pero con ello quiero decir que no hallaba espacio en mi interior para aceptar aquello. Por mucho tiempo lo había mantenido en el exterior. No quise saber, tuve sospechas, pero no las expresé, y seguí alejándolas de mí. Me dije que Sonny era impetuoso, pero que no estaba loco. Y siempre había sido un buen muchacho, no cayendo jamás en la dureza, el mal o la falta de respeto, como sucede con los chicos tan, pero tan rápidamente, sobre todo en Harlem. No quise creer que alguna vez vería a mi hermano hundirse, llegar a ser nada, perdida toda aquella luz de su rostro, en esa condición en la que ya había visto a tantos. Y sin embargo había ocurrido y aquí estaba yo, hablando de álgebra a un montón de muchachos que, todos y cada uno de ellos, sin que yo lo supiera, podrían estarse enterrando agujas cada vez que iban al baño. Tal vez les daba mucho más que el álgebra.

Estaba seguro de que la primera vez que Sonny le entró al polvo, no era de mucha más edad que estos muchachos ahora. Estos muchachos, ahora, vivían como vivimos entonces, y crecían con prisa, golpeándose abruptamente la cabeza contra el bajo cielo de sus posibilidades. Los llenaba la rabia. En realidad sólo conocían dos oscuridades: aquella de sus vidas, que comenzaba a asfixiarlos, y la oscuridad de los cines, que los había cegado a la otra oscuridad y en la que ahora, vengativamente, soñaban, al mismo tiempo más juntos que en cualquier otro momento y más solitarios.

Cuando sonó el último timbre y terminó la última clase, dejé salir el aliento. Parecía que lo hubiera estado conteniendo todo aquel tiempo. Tenía la ropa húmeda; pudiera pensarse que había estado sentado en un baño de vapor, todo vestido, durante toda la tarde. Permanecí sentado en la clase por un largo rato. Escuché a los muchachos allá afuera, en el piso de abajo, gritando y jurando y riéndose. Quizá por primera vez, su risa me sorprendió. No era la risa jubilosa que —Dios sabrá por qué— asociamos con los niños. Era burlona e insular, y su intención el denigrar. Sonaba desencantada y en esto, igualmente, aparecía la autoridad de sus maldiciones. Tal vez los oía porque estaba pensando en mi hermano y en ellos lo escuchaba. Y me escuchaba.

Un muchacho silbaba una tonada, al mismo tiempo muy complicada y muy sencilla, que parecía brotar de él como de un pájaro, y sonaba muy fresca y conmovedora en todo aquel aire duro y brillante, apenas sosteniendo su ser en medio de todos los demás sonidos.

Me puse de pie y me acerqué a la ventana y miré hacia el patio. Era el comienzo de la primavera y la savia crecía en los muchachos. Algún maestro pasaba entre ellos cada poco tiempo, con rapidez, como si le urgiera abandonar el patio, para quitarse aquellos muchachos de la vista y de la mente. Comencé a recoger mis cosas. Pensé que lo mejor era irme a casa y hablar con Isabel.

Cuando llegué a la planta baja, el patio estaba casi desierto. Vi a este muchacho de pie en la sombra de una puerta, igualito a Sonny. Casi lo llamé con ese nombre. Entonces vi que no era Sonny y sí alguien que alguna vez tratamos, un chico que vivía a la vuelta de la esquina. Había sido amigo de Sonny. Jamás lo fue mío, por ser demasiado joven y porque, de cualquier manera, nunca me cayó bien. Y ahora, aunque un hombre hecho y derecho, seguía holgazaneando por aquella manzana, dedicando horas a quedarse en las esquinas, siempre drogado y andrajoso. Solía tropezarme con él de vez en cuando y se las arreglaba a menudo para irse acercando a pedirme veinticinco o cincuenta centavos. Además, siempre tenía alguna excusa decente y siempre le di el dinero, no sé por qué.

Pero ahora, de pronto, lo odié. No podía soportar el modo en que miraba, en parte como un perro, en parte como un niño astuto. Quise preguntarle qué diablos hacía en el patio de la escuela.

Pareció deslizarse hacia mí y dijo: “Veo que tiene el periódico, así que ya lo sabe”.

—¿Te refieres a Sonny? Sí, ya lo sé. ¿Cómo es que no te pescaron?

Sonrió con una mueca, que lo volvió repulsivo y me trajo a la mente cuál había sido su apariencia de niño. “No estaba allí. Me alejo de esa gente.”

—Haces bien —le ofrecí un cigarrillo y lo observé a través del humo—. ¿Viniste hasta aquí sólo para contarme lo de Sonny?

—Así es —parecía sacudir la cabeza y tenía los ojos extraños, como si estuvieran por bizquear. El sol brillante le empalidecía la húmeda piel café oscuro, volviéndole amarillos los ojos y haciendo resaltar la mugre de su cabello crespo. Apestaba. Me separé un tanto de él y dije: “Bueno, gracias. Pero ya me enteré y debo llegar a casa”.

—Lo acompañaré un rato —dijo. Comenzamos a caminar. Aún había un par de chicos remoloneando en el patio, y uno de ellos me dijo buenas noches y miró con extrañeza al muchacho que me acompañaba.

—¿Qué piensa hacer? —preguntó—. Quiero decir, acerca de Sonny.

—Mira, no he visto a Sonny en más de un año, y no estoy seguro de que vaya a hacer algo. Además ¿qué diablos puedo hacer?

—Es cierto —dijo con rapidez—, nada puede hacer. No hay mucha ayuda que darle al bueno de Sonny, imagino.

Era lo que yo pensaba y, por tanto, me pareció que él no tenía derecho a decirlo.

—Pero, de cualquier modo, lo de Sonny me sorprende—continuó. Tenía una manera curiosa de hablar: mirando al frente, como si hablara consigo mismo—. Creí que Sonny era listo, creí que era demasiado listo para que lo engancharan.

—Supongo que pensó lo mismo —dije con acritud—, y por eso lo pescaron. ¿Y qué contigo? Apuesto que eres de lo más inteligente.

Entonces me miró directamente, como por un minuto: “No soy listo”, dijo. “Si fuera listo, hace tiempo que habría buscado una pistola.”

—Mira, no me cuentes tu triste historia. Si en mí estuviera, te daría una —y entonces me sentí culpable. Culpable, probablemente, por no haber supuesto nunca que el pobre diablo tuviera una historia y, mucho menos, que ésta fuera triste. Y pregunté con prisa—. Y ahora ¿qué va a ocurrirle?

No respondió a esto. Andaba perdido en algún otro lugar. “Lo chistoso”, dijo y, por su tono, podríamos haber estado discutiendo el modo más rápido de llegar a Brooklyn, “es que al ver los periódicos esta mañana, lo primero que me pregunté es si tenía yo algo que ver con eso. Me sentí un tanto responsable”.

Comencé a escuchar con mayor cuidado. La estación del metro estaba en la esquina, justo frente a nosotros, y me detuve. Él también se detuvo. Nos encontrábamos frente a un bar y se inclinó ligeramente, mirando hacia dentro; pero quien fuera el que buscara, no parecía estar allí. La sinfonola golpeaba con algo negro y rítmico y a medias observé a la cantinera mientras danzando iba de la sinfonola a su lugar tras el bar. Y le observé el rostro mientras riendo respondía a lo que alguien le había dicho, sin perder el compás de la música. Cuando sonreía, podía verse a la niña, bajo el maltratado rostro de la semiprostituta se percibía a la mujer condenada pero aún en lucha.

—Jamás di a Sonny nada —dijo el muchacho finalmente—, pero hace mucho tiempo llegué a la escuela drogado y Sonny me preguntó cómo se sentía —hizo una pausa. Era doloroso verlo. Miré a la cantinera y escuché la música, que parecía sacudir el pavimento—. Le dije que se sentía magnífico —la música cesó, la cantinera hizo una pausa y observó la sinfonola hasta que la música comenzó de nuevo—. Y así era.

Todo esto me llevaba hacia un lugar al que no quería ir. Desde luego, no quería saber cómo se sentía. Lo llenaba todo —la gente, las casas, la música, la oscuridad, la cantinera vivaz— de amenaza, y esa amenaza era su realidad.

—Y ahora ¿qué va a sucederle? —volví a preguntar.

—Lo enviarán a algún sitio e intentarán curarlo —sacudió la cabeza—. Tal vez incluso piense que venció el hábito. Entonces lo dejarán ir… —hizo un gesto, lanzando el cigarrillo al desagüe—. Eso es todo.

—¿Qué quieres decir con eso es todo?

Pero sabía lo que quería decir.

—Quiero decir que eso es todo —volvió la cabeza para mirarme, apretando las comisuras de los labios—. ¿No sabe lo que quiero decir? —preguntó suavemente.

—¿Cómo diablos sabría lo que quieres decir? —susurré casi, no sé por qué.

—Cierto —dijo al aire—, ¿cómo sabría él lo que quiero decir? —se volvió en mi dirección otra vez, paciente y calmo y, sin embargo, de algún modo lo sentí temblar, temblar como si fuera a deshacerse en pedazos. Volví a sentir aquel hielo en las tripas, el miedo sentido toda la tarde. Y otra vez miré a la cantinera moviéndose por el bar, lavando vasos, cantando—. Atienda. Lo dejarán ir y todo comenzará de nuevo. Eso quiero decir.

—Es decir… lo dejarán ir. Y entonces simplemente comenzará a buscar el camino de regreso.

—Quieres decir que nunca abandonará el vicio. ¿Es eso lo que quieres decir?

—Justamente —dijo con alegría—. Usted sí entiende lo que quiero decir.

—Dime —dije por fin—, ¿por qué desea morir? Seguro desea morir, se está matando. ¿Por qué desea morir?

Me miró sorprendido. Se humedeció los labios. “No quiere morir. Quiere vivir. Nadie quiere morir. Nunca.”

Entonces quise preguntarle… demasiadas cosas. No podría haberlas contestado. O, de poder, yo no habría soportado las respuestas. Comencé a caminar. “Bueno, supongo que no son mi asuntos.”

—Va a ser duro para el bueno de Sonny —dijo. Llegamos a la estación del metro—. ¿Es su estación? —preguntó. Asentí. Bajé un peldaño—. ¡Maldita sea! —dijo de pronto. Lo miré. Volvió a hacer una mueca—. Que me cuelguen si no olvidé el dinero en casa. No tendrá por ahí un dólar ¿verdad? Que me dure un par de días, eso es todo.

De pronto algo en mi interior se venció, amenazando con salir a borbotones. Ya no lo odiaba. Sentí que en el siguiente momento comenzaría a llorar como un niño.

—Seguro —dije—, no sufras —miré en la cartera y no tenía un billete de dólar, sólo uno de a cinco—. Toma —le dije—. ¿Te bastará?

No lo miró; no quiso mirarlo. Una terrible reserva le vino al rostro, como si estuviera manteniendo en secreto para él y para mí el número del billete. “Gracias”, dijo, y ahora se moría por verme ir. “No se preocupe por Sonny. Tal vez le escriba o haga algo.”

—Claro —dije—. Hazlo. Hasta la vista.

—Nos vemos —dijo. Bajé la escalera.

 

Y no escribí a Sonny o le envié algo por un largo tiempo. Cuando finalmente me decidí, fue poco después de morir mi hijita, me respondió con una carta que me hizo sentir como un desgraciado.

He aquí lo que decía:

Querido hermano:

No sabes cuánto necesitaba oír de ti. Quise escribirte muchas veces, pero imaginaba lo mucho que debo haberte herido y entonces no lo hice. Pero ahora me siento como un hombre que ha tratado de salir de algún agujero profundo, realmente profundo y podrido y que allá afuera veía el sol. Necesito salir.

No puedo contarte mucho de cómo llegué aquí. Es decir, no sé cómo contártelo. Pienso que sentía miedo de algo o intentaba escapar de algo y sabes que nunca he tenido la cabeza muy sólida (sonrisa). Me alegra que mamá y papá hayan muerto y no puedan ver lo que sucedió con su hijo y juro que de saber lo que estaba haciendo jamás te habría lastimado así, a ti y a tanta gente admirable que fue amable conmigo y creyó en mí.

No pienses que tuvo algo que ver con que fuera músico. Es más que eso. O quizás menos que eso. Aquí, no puedo poner en orden las cosas en la cabeza, y procuro no pensar qué ocurrirá conmigo cuando salga. A veces pienso que voy a palmarla y nunca saldré de aquí y otras que de inmediato volveré. Sin embargo, algo te digo: mejor me vuelo los sesos que pasar por lo mismo otra vez. Pero eso lo dicen todos, según me informan. Si te aviso cuando llego a Nueva York y me recibes, lo apreciaría mucho. Dale mi cariño a Isabel y a los críos, y sentí mucho enterarme de lo de Gracie. Quisiera ser como mamá y decir hágase la voluntad del Señor, pero no sé, me parece que los problemas son lo único que jamás se termina y no sé qué se gana echándole la culpa al Señor. Pero tal vez haga su poquito de bien si crees en eso.
Tu hermano
Sonny

Entonces me mantuve en contacto con él y le envié lo que podía y fui a recibirlo cuando regresó a Nueva York. Al verlo, muchas cosas que creía olvidadas volvieron de sopetón a mí. Esto fue porque, finalmente, comencé a interesarme en Sonny, en la vida que Sonny vivía dentro de sí. Esa vida, no importa cuál fuera, lo había envejecido y adelgazado, ahondándole la pasividad distante con que siempre se movió. En poco se parecía a mi hermano menor. Pero, cuando sonrió, cuando nos estrechamos la mano, el hermanito que nunca conocí se asomó desde las profundidades de esa vida íntima, como un animal que esperara ser convencido de salir a la luz.

—¿Cómo has estado? —me preguntó.

—Bien. ¿Y tú?

—Muy bien —sonreía con todo el rostro—. Me alegra volver a verte.

—Me alegra volver a verte.

Los siete años de diferencia en nuestras edades yacían entre nosotros como un abismo: me pregunté si aquellos años funcionarían alguna vez como un puente. Recordaba, y me dificultó el respirar, que yo había estado allí cuando él nació; y había escuchado las primeras palabras que habló. Cuando comenzó a caminar, caminó de nuestra madre hacia mí. Lo así justo antes de que cayera, cuando dio los primeros pasos que diera en este mundo.

—¿Cómo está Isabel?

—Muy bien. Se muere por verte.

—¿Y los chicos?

—También muy bien. Están ansiosos de ver a su tío.

—Ah, vamos. Ya sabes que no me recuerdan.

—¿Bromeas? Claro que te recuerdan.

Sonrió de nuevo. Tomamos un taxi. Teníamos mucho que contarnos, demasiado como para saber dónde comenzar.

Cuando el taxi comenzaba a moverse pregunté: “¿Sigues deseando ir a la India?”

Rió. “Todavía lo recuerdas. Caramba, no. Este lugar es suficientemente indio para mí.”

—Solía pertenecerles —dije.

Y rió de nuevo. “Ni duda que sabían en lo que estaban cuando se deshicieron de él.”

Años atrás, cuando tenía catorce, Sonny estuvo empeñado en la idea de ir a la India. Leyó libros sobre personas que, sentadas en rocas, desnudas en cualquier tipo de clima, aunque generalmente malo, desde luego, caminaban descalzas sobre carbones ardientes y llegaban a la sabiduría. Solía decir yo que me sonaba como si estuvieran alejándose de la sabiduría lo más rápido posible. Pienso que me miraba con lástima a causa de esto.

—¿Te importa —preguntó— si pedimos al conductor que nos lleve por un costado del parque? El lado oeste. Hace tanto que no veo la ciudad.

—Claro que no —dije. Temí sonar como si lo estuviera consecuentando; pero esperaba que no se lo tomara así.

Por tanto avanzamos, entre el verde del parque y la elegancia pétrea e inerte de los hoteles y los edificios de apartamentos, hacia las calles vividas y agresivas de nuestra infancia. Esas calles no habían cambiado, aunque proyectos de vivienda surgían en ellas como rocas en medio de un mar hirviente. La mayoría de las casas donde crecimos habían desaparecido, así como las tiendas en que robáramos, los sótanos en que por primera vez intentamos el sexo, los tejados desde los cuales lanzábamos latas vacías y ladrillos. Pero seguían dominando el paisaje casas exactamente iguales a las casas de nuestro pasado; muchachos exactamente como los muchachos que alguna vez fuimos se asfixiaban en esas casas, salían a las calles buscando luz y aire y se veían rodeados por el desastre. Algunos escapaban de la trampa; la mayoría no. Los que se iban siempre dejaban atrás algo de sí mismos, tal como algunos animales se amputan una pata y la dejan en la trampa. Tal vez podría decirse que yo había escapado; después de todo, era maestro de escuela; o que Sonny lo había conseguido, pues por años no había vivido en Harlem. Sin embargo, mientras el taxi avanzaba ciudad arriba, a través de calles que parecían ennegrecer, de prisa, con gente negra, y mientras encubiertamente estudiaba el rostro de Sonny, me vino a la mente que ambos buscábamos a través de cada una de nuestras ventanillas del taxi aquella parte de nosotros quedada atrás. Es siempre en el momento de los problemas y las confrontaciones que duele el miembro desaparecido.

Llegamos a la calle 110 y comenzamos a movernos por la avenida Lenox. Conocía esta avenida de toda mi vida, pero volvió a parecerme, como ocurrió el día en que por primera vez supe de los problemas de Sonny, llena de una amenaza oculta que era el aliento mismo de su existencia.

—Casi llegamos —dijo Sonny.

—Casi —estábamos demasiado nerviosos para decir más.

Vivimos en un conjunto habitacional. No hace mucho que lo levantaron. A pocos días de levantado parecía inhabitablemente nuevo y ahora, desde luego, ya deteriorado. Es como una parodia de la vida buena, limpia y neutra; Dios sabe que quienes lo habitan hacen lo imposible por convertirlo en parodia. El césped aporreado que lo rodea no basta para volverles la vida verde; los setos jamás detendrán fuera a las calles, y ellos lo saben. Las grandes ventanas a nadie engañan; no son lo bastante grandes para crear espacio de la falta de espacio. No se interesan en las ventanas; en lugar de eso, ven la pantalla de televisión. El patio de juegos es muy popular con los niños que no juegan avión, ni a la cuerda, ni con patines, ni en los columpios y se los encuentra allí ya oscurecido. Nos mudamos en parte porque no está muy lejos de donde enseño, y en parte por los chicos; pero en realidad es igual a las casas donde crecimos Sonny y yo. Suceden las mismas cosas; tendrán las mismas cosas por recordar. En el momento de entrar a la casa Sonny y yo, tuve la sensación de que simplemente lo estaba regresando al peligro del que casi muere al tratar de huir.

Sonny nunca fue comunicativo. Entonces, no sé por qué estaba seguro de que se moría por hablarme en cuanto terminó la cena aquella primera noche. Todo salió bien. El chico mayor lo recordaba, al menor le cayó bien y Sonny había recordado traer algo para cada uno de ellos. E Isabel, que en verdad es mucho más agradable que yo, más abierta y generosa, se había tomado muchas molestias con la cena y estaba genuinamente contenta de ver a Sonny. Y siempre ha sido capaz de embromarlo de un modo que yo no puedo. Fue agradable ver su rostro vivo otra vez, y escucharla reír y observarla hacer reír a Sonny. No estaba o, al menos, no parecía estar incómoda o turbada. Charlaba como si no hubiera tema que debiera evitarse e hizo que Sonny superara su suave envaramiento inicial. Y gracias a Dios que estaba allí, pues a mí me llenaba de nuevo aquel miedo frío. Todo lo que hacía me parecía torpe, y todo lo que decía sonaba cargado de sentidos ocultos. Intentaba recordar todo lo escuchado acerca de la adicción a las drogas, y no podía evitar el buscar los signos en Sonny. No lo hacía por malicia. Estaba intentando descubrir algo acerca de mi hermano. Me moría por escucharlo decir que estaba a salvo.

—¡Seguro! —gruñía mi padre cuando mamá sugería intentar mudarse a otro vecindario, que fuera más seguro para los niños—. ¡Qué idiotez! No hay lugar seguro para los chicos.

Siempre se lanzaba diciendo cosas así, pero en realidad no fue, nunca, tan malo como sonaba, ni siquiera los fines de semana, cuando se emborrachaba. A decir verdad, siempre estaba alerta por si salía “algo un poco mejor”, pero murió antes de encontrarlo. Murió de pronto, durante un fin de semana de borrachera, en medio de la guerra, cuando Sonny tenía quince años. Él y Sonny nunca se llevaron del todo bien. Y esto en parte se debió a que Sonny era la niña de los ojos para el padre. Fue porque amaba a Sonny tanto y temía por él, que siempre estaban peleando. A nada lleva el pelear con Sonny. Sonny simplemente retrocede, dentro de sí mismo, adonde no lo alcancen. Pero la razón principal de que no se llevaran nunca es que eran tan parecidos. Papá era grande y tosco y vociferante, lo opuesto de Sonny, pero ambos tenían… esa misma reserva.

Mamá intentó decirme algo de esto justo tras morir papá. Yo estaba en casa, con licencia del ejército.

Fue la última vez que vi a mamá viva. De cualquier manera, esta imagen se confunde toda, en mi mente, con imágenes que de mamá tenía cuando era más joven. El modo en que siempre la veo es como solía estar un domingo por la tarde cuando, digamos, los mayores hablaban tras la gran comida dominical. Siempre la veo vestida de azul claro. Sentada en el sofá. Y mi padre en la poltrona, no muy lejos de mamá. Y la sala llena de gente de la iglesia y parientes. Allí estaban sentados, en sillas alrededor de la sala, y la noche avanzando allá afuera, aunque nadie se da cuenta aún. Se puede ver la oscuridad creciendo en los vidrios de las ventanas y se escuchan de cuando en cuando los ruidos de la calle, o tal vez el golpeo discordante de un pandero en una de las iglesias cercanas, pero en la habitación todo es silencio. Por un momento nadie habla, pero cada rostro se va oscureciendo, como el cielo afuera. Y mi madre se mece un poco de la cintura hacia arriba, y mi padre tiene los ojos cerrados. Todos miran algo que un niño no alcanza a ver. Por un minuto se han olvidado de los niños. Tal vez un muchachillo yace en la alfombra, medio dormido. Tal vez alguien tiene a un chico en el regazo y sin darse cuenta le acaricia la cabeza. Tal vez hay un chico, tranquilo y de ojos grandes acurrucado en una silla grande en la esquina. El silencio, la negrura en aumento y la negrura en los rostros asusta al niño oscuramente. Confía en que nunca se detendrá, nunca morirá, la mano que le acaricia la cabeza. Espera que nunca llegue el tiempo cuando los viejos no estén sentados por la sala, hablando de dónde han venido, qué han visto y qué sucedió con ellos y con sus familiares.

Pero algo profundo y vigilante que hay en el niño sabe que esto habrá de terminar, está ya terminando. En un momento alguien se pondrá de pie y encenderá la luz. Entonces los mayores recordarán a los niños y ya no hablarán ese día. Y cuando la luz llene el cuarto, el niño estará lleno de oscuridad. Sabe que cada momento en que esto sucede, él se ha acercado un poco más a esa oscuridad del exterior. Esa oscuridad del exterior es de lo que han estado hablando los mayores. Es de donde han venido. Es lo que soportan. El niño sabe que ya no hablarán porque si él sabe demasiado sobre lo que ocurrió con ellos, sabrá demasiado y demasiado pronto lo que sucederá con él.

La última vez que hablé con mi madre, recuerdo que estaba inquieto. Deseaba salir y ver a Isabel. No estábamos casados entonces y teníamos mucho que resolver entre nosotros.

Allí estaba mamá, de negro, sentada a la ventana. Tarareaba una vieja canción religiosa, Lord, you brought me from a long way off. Sonny andaba fuera en algún lado. Mamá seguía observando las calles.

—No sé —dijo— si volveré a verte, una vez que te vayas. Pero espero que recuerdes las cosas que intenté enseñarte.

—No hables así —dije, y sonreí—. Estarás aquí por un largo rato todavía.

También sonrió, pero nada dijo. Estuvo callada por un largo rato. Y dije: “Mamá, no te preocupes de nada. Escribiré todo el tiempo, y tú recibirás los cheques…”

—Quiero hablarte de tu hermano —dijo de pronto—. Si algo me sucede, no tendrá nadie que lo cuide.

—Mamá —dije—, nada va a pasar contigo o con Sonny. Sonny está bien. Es un buen muchacho y tiene sentido común.

—No se trata de que sea un buen muchacho —dijo mamá—, ni de que tenga sentido común. No sólo los malos y ni siquiera los tontos son los que se hunden —dejó de mirarme—. Tu papá tuvo un hermano —dijo, y sonrió de modo que me hizo pensar que algo le dolía—. Nunca lo supiste ¿verdad?

—No —dije—, nunca lo supe —y le observé el rostro.

—Ah sí —dijo—, tu papá tuvo un hermano —volvió a mirar ventana afuera—. Sé que nunca viste llorar a tu papá. Pero yo sí… muchas veces, en todos estos años.

Le pregunté: “¿Qué pasó con su hermano? ¿Por qué nadie habló de él nunca?”

Fue la primera vez que mi madre se vio avejentada.

—A su hermano lo mataron —dijo—, cuando era un poco más joven que tú ahora. Lo conocí. Era un buen muchacho. Tal vez un poquito endiablado, pero sin que quisiera hacerle daño a nadie.

Entonces calló y el cuarto quedó en silencio, exactamente como ocurría en ocasiones, en aquellas tardes de domingo. Mamá seguía mirando hacia las calles.

—Solía trabajar en una fábrica —dijo—, y, como a todos los jóvenes, le gustaba actuar los sábados por la noche. Los sábados por la noche, junto con tu padre, andaban por lugares diferentes, yendo a bailar y cosas parecidas o, simplemente, reuniéndose con gente que conocían, y el hermano de tu padre cantaba, pues tenía una bella voz y se acompañaba con la guitarra. Pues bien, ese sábado por la noche venía con tu padre de algún sitio, y estaban los dos un poco tomados y había luna llena aquella noche, brillante como si fuera de día. El hermano de tu padre se sentía a gusto y silbaba para sí y llevaba la guitarra colgando del hombro. Descendían una colina y a sus pies había un camino que se desprendía de la autopista. Pues bien, el hermano de tu padre, que siempre fue un tanto retozón, decidió correr colina abajo; y lo hizo, la guitarra golpeando y sonando a su espalda, y cruzó el camino corriendo y se puso a orinar detrás de un árbol. Y tu padre estaba como divertido de aquello y seguía bajando la colina, un tanto lento. Entonces oyó un motor de coche y en ese mismo instante su hermano salió de detrás del árbol, entró al camino, a la luz de la luna. Y comenzó a cruzar el camino. Y tu padre comenzó a correr colina abajo, y dijo que no sabía por qué. El auto iba lleno de blancos. Todos borrachos y, cuando vieron al hermano de tu padre, dejaron ir un gran grito y aullidos y apuntaron el auto directo contra él. Se estaban divirtiendo y sólo querían asustarlo, como a veces hacen, ya lo sabes. Pero estaban borrachos. Y pienso que el muchacho, por estar borracho también y asustado, perdió la cabeza. Cuando saltó ya era tarde. Tu padre dice que escuchó el grito de su hermano cuando el auto le pasó por encima, y escuchó cómo se vencía la madera de la guitarra, y escuchó el estallido de las cuerdas y escuchó a los blancos gritar, y el auto siguió adelante y hasta el día de hoy no se ha detenido. Y, cuando tu padre llegó al pie de la colina, su hermano sólo era sangre y una masa informe.

En la cara de mi madre brillaban lágrimas. Nada había que pudiera decir yo.

—Nunca lo mencionó —dijo— porque nunca lo dejé mencionarlo frente a ustedes. Tu papá pareció un loco aquella noche y muchas noches después. Dice que nunca vio algo tan oscuro como ese camino tras desaparecer las luces del auto. Nada había, nadie había en aquel camino, sólo tu papá y su hermano y la guitarra deshecha. Ah sí, tu papá ya nunca quedó realmente bien. Hasta el día de su muerte sólo estuvo seguro de que todo blanco al que veía era el hombre que había matado a su hermano.

Se detuvo y sacó el pañuelo y se secó los ojos y me miró.

—No te cuento esto —dijo— para asustarte o amargarte o hacerte odiar a alguien. Te lo digo porque tienes un hermano. Y el mundo no ha cambiado.

Supongo que no quise creerlo. Supongo que lo leyó en mi rostro. Me dio la espalda, volviéndose hacia la ventana, para explorar aquellas calles.

—Doy gracias a mi Redentor —dijo por último— que haya llamado a tu papá antes que a mí. No lo digo para echarme flores, pero, claro, me impide sentirme demasiado abatida el saber que ayudé a tu padre a pasar sin peligros por este mundo. Tu padre siempre actuó como si fuera el hombre más rudo y fuerte de esta tierra. Y todos lo creían así. ¡Pero si no me hubiera tenido a mí… para verlo llorar!

Lloraba de nuevo. Sin embargo, no pude moverme. Dije: “Por Dios, mamá, no sabía que las cosas fueran así”.

—Oh, querido —dijo—, hay mucho que no sabes. Pero lo descubrirás —se levantó de junto a la ventana para acercárseme—. Tienes que agarrar a tu hermano —dijo— y no dejarlo caer, no importa qué parezca estarle sucediendo y no importa cuánto te molestes con él. Vas a ser malo con él muchas veces. Pero nunca olvides lo que te dije ¿entiendes?

—No lo olvidaré —dije—. No te preocupes, no lo olvidaré. No dejaré que nada le ocurra a Sonny.

Mi madre sonrió como si la divirtiera algo visto en mi cara. Entonces: “Quizás no puedas impedir que algo suceda. Pero debes hacerle saber que estás allí”.

 

Dos días más tarde me casé, y entonces me fui. Y tenía muchas cosas metidas en la cabeza y me olvidé bastante de la promesa a mamá hasta que me enviaron a casa con permiso especial, para su funeral.

Y tras el funeral, Sonny y yo solos en la cocina vacía, intenté descubrir algo acerca de él.

—¿Qué quieres hacer? —le pregunté.

—Voy a ser músico —dijo.

Porque en el periodo en que estuve fuera, se había graduado de bailar al son de la sinfonola a saber quién tocaba qué, qué hacían con eso, y se había comprado un juego de tambores.

—¿Me estás diciendo que quieres ser baterista? —por alguna razón pensaba que ser baterista pudiera estar bien para otras personas, pero no para mi hermano Sonny.

—No creo —dijo, mirándome con gravedad— que llegue a ser un buen baterista. Pero sí que pueda llegar a tocar el piano.

Fruncí el ceño. Nunca antes había interpretado tan seriamente el papel de hermano mayor; de hecho, casi nunca había preguntado a Sonny cosa alguna. Sentí estar en presencia de algo que no sabía en realidad cómo manejar, que no comprendía. Así que ahondé el ceño mientras le preguntaba: “¿Qué tipo de músico quieres ser?”

Sonrió burlón: “¿Cuántas clases crees que hay?”

—Habla con seriedad —dije.

Rió, echando hacia atrás la cabeza y, entonces, me miró: “Estoy hablando en serio”.

—Pues entonces, por el amor de Dios, deja de bromear y responde a una pregunta seria. Quiero decir ¿piensas ser concertista, piensas tocar música clásica y todo eso o… qué? —mucho antes de que yo terminara estaba riendo otra vez—. ¡Por el amor de Dios, Sonny!

Se contuvo, pero con dificultades. “Lo siento. Pero sonabas tan… asustado”, y volvió a empezar.

—Bueno, puedo parecerte chistoso ahora, pequeño, pero no será tan chistoso cuando tengas que ganarte la vida así, déjame decírtelo —estaba furioso porque sabía que se reía de mí y no sabía por qué.

—No —dijo, muy sereno ya y temeroso, tal vez, de haberme herido—, no quiero ser pianista de música clásica. Eso no me interesa. Quiero decir —hizo una pausa, mirándome con dureza, como si sus ojos fueran a ayudarme a entender, y entonces tuvo un gesto de impotencia, tal vez como si su mano fuera a ayudar—, quiero decir, tendré que estudiar mucho, y tengo que estudiarlo todo, pero lo que quiero decir es que deseo tocar con… músicos de jazz —se detuvo—. Quiero tocar jazz —dijo.

Pues bien, esa palabra nunca antes había sonado tan pesada, tan real como sonó aquella tarde en boca de Sonny. Me quedé mirándolo y es probable que en ese momento estuviera frunciendo el ceño de verdad. Simplemente no entendía por qué demonios Sonny deseaba perder el tiempo en clubes nocturnos, payaseando en podios de bandas, mientras la gente se empujaba entre sí en la pista de baile. Por alguna razón, parecía estar… por debajo de él. Nunca antes lo había pensado, me habían forzado a pensarlo, pero supongo que siempre coloqué a los músicos de jazz en esa clase que mi padre llamaba “los que la pasan bien”.

—¿Hablas en serio”?

—Carajo, sí, hablo en serio.

Parecía más vulnerable que nunca, y a la vez molesto y profundamente herido.

Sugerí, por ayudar: “¿Quieres decir… como Louis Armstrong?”

Su rostro se apretó como si lo hubiera abofeteado: “No. No estoy hablando de ninguna de esa basura anticuada y pedestre”.

—Bueno, Sonny, lo siento, no te enojes. Es que no lo entiendo del todo. Nómbrame alguno… ya sabes, un músico de jazz que admires.

—Bird.

—¿Quién?

—¡Bird! ¡Charlie Parker! ¿No te enseñaron nada en el maldito ejército?

Encendí un cigarrillo. Primero me sorprendió y luego me divirtió un poco descubrir que estaba temblando: “No me he mantenido en contacto con eso”, dije. “Debes tenerme paciencia. Ahora, ¿quién es este fulano, Parker?”

—Simplemente uno de los músicos de jazz vivos más grandes —dijo Sonny, adustamente, las manos en los bolsillos, dándome la espalda—. Tal vez el más grande —agregó con amargura—, y es probable que por eso tú nunca hayas oído hablar de él.

—Está bien —dije—, soy un ignorante. Lo siento. Voy a salir y me compro de inmediato todos esos discos ¿está bien?

—Para mí —dijo Sonny, con dignidad— no tiene ninguna importancia. No me interesa qué escuches. No me hagas favores.

Comencé a darme cuenta de que nunca antes lo había visto tan descompuesto. Con otra parte del cerebro pensaba que, probablemente, esto resultara ser una de esas cosas por las que pasan los chicos, y que no debiera hacerla ver como importante insistiendo demasiado en ella. Aun así, no creí que hiciera daño preguntar: “Pero eso se lleva mucho tiempo ¿no? ¿Puedes vivir de ello?”

Se volvió hacia mí, a medias apoyado, a medias sentado en la mesa de la cocina. “Todo toma su tiempo —dijo—, pues sí, seguro, puedo vivir de ello. Pero lo que no logro hacerte comprender es que no deseo hacer ninguna otra cosa.”

—Bueno, Sonny —dije con suavidad—, tú sabes que la gente no puede siempre hacer justo lo que desea…

—No, no lo sé —dijo Sonny, sorprendiéndome—. Pienso que la gente debe hacer lo que desea hacer, si no ¿para qué vivir?

—Estás por volverte un muchacho grande ya —dije con desesperación—, es hora de que comiences a pensar en tu futuro.

—Estoy pensando en mi futuro —dijo Sonny oscuramente—. Pienso en él todo el tiempo.

Me rendí. Decidí que, si no cambiaba de idea, siempre podríamos discutirlo más tarde. “Mientras”, dije, “tienes que terminar la escuela”. Ya habíamos decidido que se mudara con Isabel y su gente. Sabía yo que no era el arreglo ideal, pues la gente de Isabel tiende a los sermones y no les gustó mayormente que Isabel se casara conmigo. Pero no encontraba qué otra cosa hacer. “Y tenemos que acomodarte donde Isabel.”

Hubo un silencio largo. Se movió de la mesa de la cocina a la ventana. “Es una idea terrible. Tú mismo lo sabes.”

—¿Tienes una idea mejor?

Por un minuto anduvo de aquí para allá por la cocina. Era tan alto como yo. Había comenzado a rasurarse. De pronto tuve la sensación de que no lo conocía en absoluto.

Se detuvo ante la mesa de la cocina y tomó mis cigarrillos. Mirándome con una especie de burla, de reto divertido, se puso uno entre los labios. “¿Te importa?”

—¿Ya fumas?

Encendió el cigarrillo y asintió, observándome a través del humo. “Quise ver si tenía el valor de fumar frente a ti.” Sonriendo, envió una gran nube de humo hacia el cielo raso. “Fue fácil.” Me miró a la cara. “Vamos, di la verdad: apuesto que a mi edad ya fumabas.”

Nada dije, pero la verdad estaba en mi cara y él rió. Pero ahora había algo muy forzado en su risa. “Seguro. Y apuesto que no era lo único que hacías.”

Me estaba atemorizando un poco. “Déjate de idioteces”, dije. “Ya decidimos que vas a vivir con Isabel. ¿Qué te ha dado, así de pronto?”

—Tú lo decidiste —subrayó—. Yo nada decidí —se detuvo frente a mí, apoyándose en la estufa, los brazos entrelazados sin fuerza—. Mira, hermano, no quiero quedarme en Harlem ya, en serio —se mostraba muy grave. Me miró y luego miró hacia la ventana de la cocina. Había en sus ojos algo que yo no había visto antes, algo meditabundo, alguna preocupación propia. Se masajeó el músculo de un brazo—. Es hora de que me vaya de aquí.

—¿Adonde quieres ir, Sonny?

—Quiero enrolarme. En el ejército o en la marina, no me importa. Si digo que ya tengo la edad, me creerán.

Entonces me enojé. Porque estaba muy asustado. “Estás loco. Maldito idiota, ¿para qué demonios quieres meterte al ejército?”

—Ya te lo dije, para irme de Harlem.

—Sonny, ni siquiera has terminado la escuela. Y si en serio quieres ser músico, ¿cómo vas a estudiar estando en el ejército!

Me miró, atrapado y lleno de angustia. “Hay modos. Tal vez pueda hacer algún tipo de trato. De cualquier manera, tendré mi estipendio de soldado cuando salga.”

—Si sales —nos miramos fijamente—. Sonny, por favor, sé razonable. Sé que las condiciones están lejos de ser perfectas. Pero tenemos que arreglárnoslas del mejor modo posible.

—No estoy aprendiendo nada en la escuela —dijo—. Incluso cuando voy —me dio la espalda y abrió la ventana y lanzó por ella el cigarrillo, hacia el callejón estrecho. Miré su espalda—. Es decir, nada estoy aprendiendo de lo que tú quisieras que aprendiera —cerró con tal fuerza la ventana, que pensé que el vidrio saltaría, y se volvió hacia mí—. ¡Y estoy cansado de la peste de esas latas de basura!

—Sonny —dije—, sé cómo te sientes. Pero si no terminas la escuela ahora, más tarde sentirás no haberlo hecho —lo tomé de los hombros—. Y sólo te queda otro año. No está tan mal. Y regresaré y juro que te ayudaré en cualquier cosa que desees hacer. Simplemente aguanta hasta que regrese. Por favor ¿harás eso? ¿Por mí?

No respondió y no quiso mirarme.

—Sonny ¿me oíste?

Se alejó. “Te oí. Pero tú nunca escuchas lo que yo digo.”

No supe qué contestar a eso. Miró ventana afuera y luego hacia mí. “Muy bien”, dijo, suspirando, “lo intentaré”.

Entonces dije, tratando de alegrarlo un poco: “Donde Isabel tienen un piano. Puedes practicar en él”.

Y de hecho, sí lo alegró por un minuto. “Cierto”, se dijo, “lo había olvidado”. Su rostro se relajó un poco. Pero la preocupación, los pensamientos, seguían presentes en él, tal y como las sombras juegan en el rostro de quien mira al fuego.

 

Pero terminé creyendo que jamás dejaría de oír sobre aquel piano. Al principio, Isabel me escribía diciéndome cuán agradable era que Sonny se mostrara tan serio respecto de la música y cómo, nada más llegar de la escuela, o de donde estuviera cuando se suponía que estaba en la escuela, se iba derecho al piano y allí se quedaba hasta la cena. Y, después de la cena, regresaba al piano y allí se quedaba hasta que todos se habían ido a la cama. Estaba al piano todo el día sábado y todo el día domingo. Luego se compró un tocadiscos y comenzó a tocar discos. Tocaba un disco una y otra vez, a veces durante todo el día, e improvisaba al piano siguiéndolo. O tocaba una sección del disco, un acorde, un cambio, una progresión y entonces lo interpretaba al piano. Y de vuelta al disco. Y de vuelta al piano.

Bueno, en verdad que no sé cómo lo aguantaron. Isabel confesó finalmente que no era como vivir con una persona, era como vivir con un sonido. Y el sonido no tenía sentido para ella, no tenía sentido para ninguno de ellos, naturalmente. De cierta manera, comenzaron a sentirse afligidos por aquella presencia que vivía en su hogar. Parecía que Sonny fuera alguna especie de dios o de monstruo. Se movía en una atmósfera que en nada se parecía a la de ellos. Lo alimentaban y comía, se aseaba, entraba y salía por la puerta. Desde luego, no era ofensivo o desagradable o rudo; Sonny no es de esa manera. Pero se diría que estaba envuelto en alguna nube, algún fuego, alguna visión propia. Y no había modo de llegar a él.

Al mismo tiempo, todavía no era un hombre y sí un chico, y tenían que cuidarlo en todo tipo de maneras. Desde luego, no podían correrlo. Tampoco se atrevían a hacerle una escena respecto al piano porque incluso ellos sentían de un modo opaco, igual que yo, a tantos miles de kilómetros de distancia, que Sonny al piano tocaba por salvar la vida.

Pero no estaba yendo a la escuela. Un día llegó carta de la junta escolar y la recibió la madre de Isabel; al parecer, hubo otras cartas, pero Sonny las rompió. Aquel día, al llegar Sonny, la madre de Isabel le enseñó la carta y le preguntó dónde había estado malgastando su tiempo. Y finalmente le extrajo que había estado en Greenwich Village, con músicos y otros personajes, en el departamento de una chica blanca. Y esto la asustó y comenzó a gritarle y el resultado fue, una vez lanzada —y aunque lo niegue hasta hoy día—, el expresar los sacrificios que hacían para darle a Sonny un hogar decente y lo poco que él lo apreciaba.

Sonny no tocó el piano aquel día. Al anochecer la madre de Isabel se había calmado, pero entonces quedaba lidiar con el viejo y con la propia Isabel. Isabel dice que hizo lo imposible por mantenerse calmada, pero perdió el control y comenzó a llorar. Dice que simplemente estuvo mirando la cara de Sonny. Pudo decir, con sólo mirarlo, lo que le sucedía. Y lo que le sucedía era que habían penetrado en su nube, lo habían alcanzado. Incluso si sus dedos hubieran sido mil veces más gentiles de lo que son los dedos humanos, él no habría podido sino sentir que lo habían desnudado y estaban escupiendo en su desnudez. Porque también hubo de ver que su presencia, la música que para él significaba la vida o la muerte, había sido una tortura para esa gente y que la habían soportado no por él, sino por mí. Y Sonny no pudo aceptar eso. Hoy puede aceptarlo un poco mejor que entonces, pero sigue sin dominarlo bien y, francamente, no sé quién podría conseguirlo.

El silencio de los siguientes días debe haber sido más sonoro que el sonido de toda la música tocada desde los principios de los tiempos. Una mañana, antes de irse a trabajar, Isabel entró al cuarto de Sonny buscando algo y de pronto se dio cuenta de que todos los discos habían desaparecido. Y supo con toda certeza que él se había ido. Y así era. Se fue tan lejos como lo llevó la marina. Finalmente me envió una postal desde algún lugar en Grecia y fue mi primera seguridad de que Sonny seguía vivo. No volví a verlo hasta que ambos estuvimos en Nueva York y la guerra llevaba mucho de terminada.

Para entonces ya era un hombre, desde luego, pero yo no estaba dispuesto a aceptarlo. Venía por la casa de vez en cuando, pero nos peleábamos en casi todas las ocasiones que nos veíamos. No me gustaba el modo en que se conducía, perdido y como en sueños todo el tiempo; y no me gustaban sus amigos, y su música me parecía una mera excusa para la vida que llevaba. Así de raro y desordenado parecía.

Entonces tuvimos una pelea, una pelea bastante desagradable, y no lo vi por meses. Con el tiempo lo busqué, allí donde vivía, en un cuarto amueblado del Village, e intenté la reconciliación. Pero había montones de gente en la habitación y Sonny simplemente yacía en la cama, sin querer venir abajo conmigo, y trataba a esa otra gente como si fuera su familia y yo no. De modo que me enojé y él se enojó, y entonces le dije que igual podría estar muerto, viendo su manera de vivir. Entonces se puso de pie y me dijo que no me preocupara por él el resto de mi vida, pues en lo que a mí concernía estaba muerto. Entonces me empujó hasta la puerta y los demás miraban como si nada pasara, y de un golpe cerró la puerta tras de mí. Me quedé en el pasillo, mirando fijamente la puerta. Oí que alguien reía en la habitación y entonces me vinieron lágrimas a los ojos. Comencé a bajar la escalera, silbando para impedirme llorar, silbando para mí “Vas a necesitarme, nena, uno de estos días fríos y lluviosos”.

 

Leí sobre los problemas de Sonny en la primavera. La pequeña Gracie murió en el verano. Era una chiquilla preciosa. Pero sólo vivió un poco más de dos años. Murió de polio y sufrió. Tuvo una fiebre ligera un par de días, pero no parecía gran cosa y simplemente la metimos en cama. Y desde luego que habríamos llamado al doctor, pero la fiebre bajó y ella pareció estar bien. Así que lo supusimos un mero resfriado. Entonces un día, ya de pie, jugando, Isabel en la cocina preparando el almuerzo para los dos muchachos, cuando llegaran de la escuela, oyó que Grace se caía en la sala. Cuando tenemos un montón de niños no siempre comenzamos a correr en cuanto uno de ellos se cae, a menos que comience a llorar o algo parecido. Y, esta vez, Grace quedó en silencio. Sin embargo, Isabel dice que cuando escuchó aquel golpe y después aquel silencio, algo sucedió en ella que le produjo miedo. Y corrió hasta la sala y allí estaba la pequeña Grace en el piso, toda retorcida, y la razón de que no gritara era que no podía respirar. Y cuando al fin gritó, fue el peor sonido, dice Isabel, que haya escuchado en su vida, y a veces todavía lo escucha en sueños. A veces Isabel me despierta con un sonido bajo, lamentoso, estrangulado y debo apresurarme en despertarla y estrecharla en mis brazos y cuando Isabel llora apoyándose en mí parece una herida mortal.

Pienso que escribí a Sonny el día mismo que enterramos a Grace. Estaba sentado en la sala, en la oscuridad, solo, y de pronto pensé en Sonny. Mi problema hizo real el suyo.

Un sábado por la tarde, cuando Sonny había estado viviendo con nosotros o, de cualquier manera, en nuestra casa por casi dos semanas, me sorprendí moviéndome sin propósito por la sala, bebiendo una lata de cerveza y tratando de reunir valor suficiente para esculcar la habitación de Sonny. Había salido —por lo común salía cuando yo estaba en casa— e Isabel había llevado a los chicos de visita con los abuelos. De pronto seguía frente a la ventana de la sala, observando la Séptima Avenida. La idea de hurgar en la habitación de Sonny me tenía inmóvil. Apenas me atrevía a admitir lo que estaría buscando. No sabría qué hacer de encontrarlo. O de no encontrarlo.

En la acera de enfrente, próximas a la entrada de un restauransucho de barbacoa, algunas personas sostenían una reunión religiosa a la antigua. El cocinero del restaurancillo, con un sucio mandil blanco, el pelo flácido rojizo y metálico al sol pálido, un cigarrillo entre los labios, estaba a la entrada, observándolos. Muchachillos y gente mayor se detenían en sus mandados y allí quedaban, junto a algunos ancianos y una pareja de mujeres con aspecto rudo que vigilaban todo lo que ocurría en la avenida, como si la poseyeran o ella las poseyera. Bueno, pues también observaban aquello. El mitin lo llevaban a cabo tres hermanas de negro y un hermano. Sólo tenían sus voces y sus biblias y un pandero. El hermano predicaba y mientras predicaba dos de las hermanas estaban juntas, pareciendo decir amén, y la tercera se movía con el pandero extendido y un par de personas dejaron caer monedas en él. Entonces terminó la prédica del hermano y la hermana que había estado pidiendo dinero puso las monedas en su mano y luego las llevó al bolsillo de su largo vestido negro. Luego levantó ambas manos, sacudiendo el pandero en el aire y enseguida contra una mano y comenzó a cantar. Y se le unieron las otras dos hermanas y el hermano.

De pronto, fue extraño observar aquello, aunque toda mi vida vi reuniones de éstas en la calle. Como, desde luego, todos los del rumbo. Sin embargo, se detenían y observaban y escuchaban y yo me mantuve inmóvil a la ventana. ‘Tis the old ship of Zion cantaban, y la hermana del pandero mantenía un ritmo firme y sonoro, it has rescued many a thousand! Ni una de aquellas almas sujetas al sonido de las voces escuchaba esta canción por primera vez, y ninguna de ellas había sido rescatada. Tampoco habían visto mucho trabajo de rescate cumplido a su alrededor. Y no creían especialmente en la santidad de las tres hermanas y el hermano; sabían demasiado sobre ellos, sabían dónde vivían y cómo. La mujer del pandero, cuya voz dominaba el aire, cuyo rostro brillaba de gozo, estaba apartada por muy poco de la mujer que la observaba, un cigarrillo entre los labios gruesos y agrietados, el pelo un nido de cuclillo, el rostro marcado e hinchado de tanta paliza y los ojos negros brillando como carbones. Tal vez ambas sabían esto, por lo que, cuando, raramente, se dirigían la una a la otra, lo hacían llamándose Hermana. Mientras el canto iba llenando el aire, los rostros vigilantes y atentos sufrieron un cambio, los ojos enfocados en un algo interior. La música parecía aliviarlas de algún veneno; y el tiempo parecía, casi, desprenderse de aquellos rostros agrios, beligerantes, como si volvieran a su condición prístina, mientras soñaban con su fin. El cocinero sacudió un tanto la cabeza, sonrió, dejó caer el cigarrillo y desapareció en su hoyo. Un hombre buscó cambio en su bolsillo y estuvo sujetándolo impaciente en su mano, como si de pronto hubiera recordado una cita urgente avenida arriba. Parecía furioso. Y entonces vi a Sonny, a orillas de la multitud. Llevaba un cuaderno ancho y delgado, de pasta verde, que lo hacía parecer, desde donde yo estaba, como un escolar. El sol cobrizo hacía resaltar el cobre de aquel rostro y Sonny sonreía ligeramente, muy inmóvil. Entonces cesó el canto, el pandero volvió a convertirse en un platillo de limosnas. El hombre furioso dejó caer sus monedas y desapareció, al igual que dos de las mujeres; Sonny dejó caer algo de cambio en el plato, mientras miraba directamente a la mujer con una sonrisilla. Comenzó a cruzar la avenida, camino de casa. Tenía un paso lento y amplio, un tanto como el andar de los elegantes de Harlem, aunque él le había impuesto su ritmo propio. Nunca antes, en realidad, lo había notado.

Quedé a la ventana, a la vez aliviado y aprensivo. Al desaparecer Sonny de mi vista, los otros comenzaron a cantar de nuevo. Y seguían cantando cuando él hizo girar la llave en la cerradura.

—Hola —dijo.

—Hola. ¿Quieres una cerveza?

—No. Bueno, sí —pero vino hasta la ventana y se detuvo a mi lado, mirando—. Qué voz tan cálida —dijo.

Cantaban If I could only hear my mother pray again!

—Sí —dije—, y vaya que sabe tocar el pandero.

—Pero la canción es horrible —dijo, y rió. Dejó caer el cuaderno en el sofá y desapareció en la cocina—. ¿Dónde están Isabel y los chicos?

—Creo que fueron a ver a los abuelos. ¿Tienes hambre?

—No —volvió a la sala con su lata de cerveza—. ¿Quieres acompañarme a un sitio esta noche?

Sentí, ignoro por qué, que no podía negarme. “Seguro. ¿Dónde?”

Sentado en el sofá, recogió el cuaderno y comenzó a pasar las hojas. “Voy a estar con un grupo esta noche, en un local del Village.”

—¿Me estás diciendo que vas a tocar esta noche?

—Justamente —echó un trago a la cerveza y regresó a la ventana. Me miró de soslayo—. Si puedes aguantarlo.

—Lo intentaré —dije.

Sonrió para sí mismo y ambos observamos mientras la reunión se dispersaba allá enfrente. Las tres hermanas y el hermano, las cabezas inclinadas, cantaban God be with you till we meet again. A su alrededor, los rostros estaban muy tranquilos. Entonces la canción terminó. El pequeño grupo se dispersó. Miramos a las tres mujeres y al hombre solitario caminar avenida arriba.

—Cuando cantó antes —dijo Sonny abruptamente—, su voz me recordó, por un minuto, lo que a veces hace sentir la heroína… cuando la tienes en las venas. Te hace sentir algo así como caliente y frío al mismo tiempo. Y distante. Y… seguro —bebió de su cerveza, no mirándome de modo muy deliberado. Le observé el rostro—. Te hace sentir… dueño del control. A veces es necesario tener esa sensación.

—¿En serio? —y me senté lentamente en la poltrona.

—A veces —fue al sofá y recogió su cuaderno—. Algunas personas lo necesitan.

—¿Para poder tocar? —pregunté, y tenía la voz muy desagradable, llena de desprecio y enojo.

—Bueno —me miró con enormes ojos preocupados, como si, de hecho, esperara decirme con ellos cosas que de otra manera jamás podría decirme—… así lo piensan. Y si lo piensan…

—¿Y qué piensas tú? —pregunté.

Tras sentarse en el sofá, puso la lata de cerveza en el piso.

“No lo sé”, dijo, y no estuve seguro de si respondía a mi pregunta o seguía la línea de sus pensamientos. “No se trata tanto de tocar. Es para soportarlo, para conseguir hacerlo. En cualquier nivel.” Frunció el ceño y sonrió: “Para evitar deshacernos en pedazos”.

—Pero estos amigos tuyos —dije— parecen deshacerse en pedacitos con demasiada rapidez.

—Tal vez —jugaba con el cuaderno. Y algo me dijo que debería controlar mi lengua, que Sonny hacía todo lo posible por hablar y que yo debería escuchar—. Pero claro, tú sólo conoces a los que se deshicieron. A algunos no les pasa… o al menos todavía no y es más de lo que cualquiera de nosotros puede decir —hizo una pausa—. Y luego están algunos que viven, realmente, en el infierno, y lo saben y ven lo que está sucediendo y siguen adelante. No lo sé —suspiró, dejó caer el cuaderno, cruzó los brazos—. Algunos tipos, puedes sentirlo en el modo como tocan, toman algo todo el tiempo. Y puedes ver que, bueno, les da algo real. Pero claro —tomó la cerveza del piso, echó un trago y asentó la lata—, lo quieren, y tienes que entenderlo. Incluso algunos que lo niegan… algunos, no todos.

—¿Y qué contigo? —pregunté, y no pude evitarlo—. ¿Qué contigo? ¿Lo quieres?

Poniéndose de pie se encaminó a la ventana, y permaneció en silencio por un largo tiempo. “Yo”, dijo. Luego: “Hace rato, estando abajo, de camino aquí, escuchando a esa mujer cantar, me golpeó de pronto la idea de cuánto sufrimiento debe haber pasado para lograrlo… para cantar así. Es repulsivo pensar que debes sufrir tanto.”

Dije: “Pero no hay modo de no sufrir, ¿o lo hay, Sonny?”

—Creo que no —dijo y sonrió—. Pero eso nunca detuvo a nadie de intentarlo —me miró—. ¿O sí? —me di cuenta, con aquella mirada burlona, de que allí quedaba entre nosotros, para siempre, más allá del poder del tiempo y del perdón, el hecho de que hubiera permanecido en silencio, ¡por tanto tiempo!, cuando él necesitó de una voz humana que lo ayudara. Se volvió hacia la ventana—. No, no hay modo de no sufrir. Pero intentas de muchas maneras no ahogarte en eso, mantenerte a flote y que parezca… bueno, como tú. Como si hubieras hecho algo, lo aceptaras y ahora sufrieras por ello. ¿Entiendes? —nada dije—. Y entonces —dijo, impaciente— ¿por qué sufre la gente? Quizá lo mejor sea hacer algo que le dé una razón, cualquier razón.

—Pero acabamos de coincidir —dije— en que no hay manera de no sufrir. ¿No es mejor, entonces, simplemente… aceptarlo?

—Pero nadie lo acepta simplemente —gritó Sonny—. ¡Es eso lo que te estoy diciendo! Todos procuran no sufrir. Tú simplemente te afianzas al modo en que algunas personas lo intentan… ¡pero no es tu modo!

La barba en el rostro comenzó a picarme y el rostro parecía húmedo. “No es cierto”, dije, “eso no es cierto. Me importa un demonio lo que hagan otros; ni siquiera me importa cómo sufren. Me preocupa cómo sufres tú”. Y me miró. “Por favor, créemelo”, dije, “no quiero verte… morir… tratando de no sufrir”.

—No moriré —dijo, sin entonación— tratando de no morir. Al menos, no con mayor prisa que cualquiera de los otros.

—Pero no hay necesidad —dije, intentando reír—, ¿o sí la hay?, de matarse.

Quise decir más, pero no pude. Deseaba hablar del poder de la voluntad y de cómo la vida podía ser… pues hermosa. Quise decir que todo estaba dentro. Pero ¿lo estaba? O más bien ¿no consistía en eso el problema? Y quise prometerle que nunca más le fallaría. Pero todo habría sonado como… palabras vacías y como mentiras.

De modo que me hice la promesa y rogué por conseguir mantenerla.

—A veces es terrible, allá dentro —dijo—. Ése es el problema. Caminar por estas calles negro y descuidado y frío, y en realidad no hay un maldito idiota a quien hablarle, y nada se sacude, y no hay modo de sacarla… esa tormenta interior. No puedes hablar de ella, no puedes hacer el amor con ella, y cuando finalmente tratas de llevarla con ella e interpretarla, te das cuenta de que nadie escucha, así que tú mismo debes escuchar. Debes hallar un modo de escuchar.

Entonces se alejó de la ventana y volvió a sentarse en el sofá, como si de pronto le hubieran sacado todo el aire. “A veces haces cualquier cosa por tocar, incluso cortarle el cuello a tu madre.” Se echó a reír, lanzándome una mirada. “O a tu hermano.” Y entonces se puso serio. “O el tuyo.” Y entonces: “No te preocupes. Ya estoy bien y creo que estaré bien. Pero no puedo olvidar… donde estuve. No quiero decir tan sólo el lugar físico donde estuve, sino donde estuve. Y lo que fui”.

—¿Qué fuiste, Sonny? —pregunté.

Sonrió, pero se acomodó al sesgo en el sofá, el codo descansando en el respaldo, los dedos jugueteando con la boca y la barbilla, sin mirarme. “Fui algo que no reconocí, que no sabía que podía ser. No sabía que nadie pudiera serlo.” Calló, mirando en su interior, con apariencia desvalidamente joven, pero viejo. “No hablo de ello ahora porque me sienta culpable o algo parecido… tal vez fuera mejor sentirse así, no lo sé. De cualquier manera, en realidad no puedo hablar de eso, ni contigo ni con nadie”, y ahora se volvió para enfrentarme. “A veces, sabes, y sucedió cuando más fuera del mundo me encontraba, sentía que estaba metido en ello, que estaba con ello, realmente, y podía tocarlo o no tenía por qué tocarlo, simplemente salía de mí, allí estaba. Y no sé cómo toqué, ahora que lo pienso, pero sé que hice cosas terribles, en esas ocasiones, a la gente. O no fue que les hiciera algo… es que no eran reales.” Tomó la lata de cerveza; estaba vacía; la puso a girar entre las palmas: “Y otras veces… pues necesitaba una dosis, necesitaba encontrar un lugar donde apoyarme, necesitaba limpiar un lugar donde escuchar… y no podía encontrarlo y… enloquecí. Me hice cosas terribles, fui terrible conmigo”. Comenzó a presionar sobre la lata que tenía entre las manos; observé que el metal comenzaba a ceder. Brillaba, mientras jugaban con él, como un cuchillo, y temí que Sonny se cortara. Pero nada dije. “Oh, qué caray, nunca podré contártelo. Estaba solo conmigo en el fondo de algo, apestando y sudando y gritando y temblando. Y la olía ¿sabes? Mi peste. Y pensé que moriría de no poder escapar de ella y sin embargo, a la vez, sabía que todo lo que estaba haciendo era simplemente encerrarme con aquello. Y no supe —calló, todavía aplastando la lata de cerveza—, no supe y todavía no sé, pero algo seguía diciéndome que tal vez era bueno oler mi peste, pero no creí que aquello fuera lo que había intentado hacer y además… ¿quién puede soportarlo?” Y de pronto dejó caer la arruinada lata de cerveza, mirándome con una sonrisa pequeña e inmóvil, y luego se levantó y fue hasta la ventana como si se tratara de un magneto. Le observaba el rostro y él observaba la avenida. “No pude decírtelo cuando murió mamá… pero la razón por la cual deseaba dejar Harlem tanto era para alejarme de las drogas. Y luego, cuando huí, en realidad estaba huyendo de eso. A mi regreso nada había cambiado, yo no había cambiado, simplemente… había envejecido.” Y calló, tamborileando con los dedos en el marco de la ventana. El sol se había desvanecido y pronto caería la oscuridad. Observé su rostro. “Puede volver”, dijo, casi como hablando consigo mismo. Luego se volvió hacia mí. “Puede volver”, repitió. “Quiero que lo sepas.”

—Muy bien —dije, por fin—. De modo que puede volver. Está bien.

Sonrió, pero la sonrisa era triste. “Tenía que intentar decírtelo”, dijo.

—Sí—dije—, lo entiendo.

—Eres mi hermano —dijo, mirándome fijamente, sin sonreír en absoluto.

—Sí—repetí—, sí, lo entiendo.

Se volvió hacia la ventana y miró fuera. “Todo ese odio allá abajo”, dijo, “todo ese odio y esa miseria y ese amor. Es un milagro que no haga explotar en pedazos la avenida”.

 

Fuimos al único club en una calle pequeña y oscura del centro. Nos abrimos paso por el bar estrecho, charlante y atiborrado hasta la entrada al gran salón, donde estaba el podio.

Y allí nos quedamos por un momento, pues las luces eran tenues en el lugar y no podíamos ver. Entonces “Hola, chico”, dijo una voz y un negro enorme, mucho más viejo que Sonny o yo, brotó de toda aquella luz atmosférica y rodeó los hombros de Sonny con un brazo. “Aquí estuve sentado —dijo— esperándote.”

Tenía, además, una voz sonora y en la oscuridad cabezas se volvieron hacia nosotros.

Sonny sonrió y se apartó un poco. Dijo: “Criollo, éste es mi hermano. Ya te hablé de él”.

Criollo me estrechó la mano. “Me alegra conocerte, hijo”, y quedaba claro que le alegraba encontrarme allí, por el bien de Sonny. Sonrió: “Tienes en la familia un verdadero músico” y retirando el brazo del hombro de Sonny, lo palmeó ligeramente, con afecto, con el dorso de la mano.

—Caray, ahora ya lo escuché todo —dijo una voz a nuestras espaldas. Era otro músico, un amigo de Sonny, un hombre negro como el carbón y de apariencia risueña, de estatura muy cercana al piso. De inmediato comenzó a confesarme, a pleno pulmón, las cosas más terribles sobre Sonny, los dientes bollándole como un faro y la risa brotándole como si fuera el inicio de un terremoto. Y resultó que todos en el bar conocían a Sonny, o casi todos. Algunos eran músicos que trabajaban allí o cerca de allí o no trabajaban; otros eran simplemente clientes habituales y algunos estaban allí para escuchar a Sonny. Fui presentado a todos ellos y todos fueron muy corteses conmigo. Sin embargo, quedaba claro que, para ellos, era simplemente el hermano de Sonny. Aquí, estaba en el mundo de Sonny. O, más bien, en su reino. Aquí, nadie dudaba en lo más mínimo que Sonny llevaba sangre real en las venas.

Iban a tocar pronto y Criollo me sentó, solo, a una mesa en un rincón oscuro. Y entonces los observé, a Criollo y al hombrecito negro y Sonny y los otros mientras payaseaban, de pie justo bajo el podio. La luz del podio terminaba un poco antes de ellos y, al observarlos reír y gesticular y moverse, tuve la sensación de que, no obstante, eran de lo más cuidadosos en no introducirse demasiado aprisa en el círculo de luz: que si pasaran a la luz demasiado de súbito, sin pensarlo, parecerían en llamas. Entonces, mientras observaba, uno de ellos, el hombrecito negro, pasó a la luz y cruzó el podio y comenzó a juguetear con sus tambores. Entonces —muy cómico y también sumamente ceremonioso—, Criollo tomó a Sonny del brazo y lo condujo al piano. Una voz de mujer gritó el nombre de Sonny y algunas manos comenzaron a aplaudir. Y Sonny, también cómico y ceremonioso, y tan conmovido, creo, que habría podido llorar, pero sin ocultarlo ni mostrarlo, conduciéndose como un hombre, sonrió, se llevó ambas manos al corazón e hizo una reverencia doblando la cintura.

Entonces Criollo se acercó al contrabajo y un hombre delgado, de piel morena muy clara saltó al podio y tomó su trompeta. Así que allí estaban y en el podio y en el salón la atmósfera comenzó a cambiar y a atirantarse. Alguien fue hasta el micrófono y los anunció. Entonces hubo todo tipo de murmullos. En el bar, algunas personas callaron a otras. La mesera se movía frenéticamente, tomando las últimas órdenes; chicos y chicas se aproximaron aún más entre sí y las luces del podio, centradas en el cuarteto, se volvieron una especie de índigo. Entonces todos parecieron distintos. Criollo miró en rededor por última vez, como asegurándose de que todos sus pollos estuvieran en el corral, y entonces… con un movimiento tocó el contrabajo. Y allí comenzaron.

Todo lo que sé acerca de la música es que no muchos la escuchan realmente. E incluso entonces, en las raras ocasiones en que algo se abre allá dentro y la música penetra, lo que mayormente escuchamos, u oímos corroborado, son evocaciones personales, íntimas y evanescentes. Pero el hombre que crea la música escucha algo más: se enfrenta al rugido que surge del vacío y le impone un orden cuando brota al aire. Lo que evoca en él, entonces, es de otro orden, más terrible porque no tiene palabras; y triunfante, además, por esa misma razón. Y su triunfo, cuando triunfa, es nuestro. Me limité a observar el rostro de Sonny. Era un rostro preocupado, pues Sonny se esforzaba pero no conseguía entrar en contacto. Y tuve la sensación de que, en cierto sentido, cada uno allí en el podio lo estaba esperando, esperando y a la vez impulsándolo. Pero cuando empecé a observar a Criollo, me di cuenta de que era él quien los mantenía a raya. Los tenía como sujetos por riendas. Allí arriba, llevando el ritmo con todo el cuerpo, un lamento en el contrabajo, los ojos semicerrados, lo escuchaba todo, pero escuchaba en especial a Sonny. Mantenía un diálogo con él. Quería que Sonny abandonara la playa y se dirigiera a las aguas profundas. Era para Sonny el testigo de que las aguas profundas y el ahogarse no eran la misma cosa, pues había estado allí y lo sabía. Y deseaba que Sonny lo supiera. Esperaba que Sonny hiciera con las teclas cosas que permitieran a Criollo saber que Sonny estaba en esas aguas.

Y mientras Criollo escuchaba, Sonny se movía, muy dentro de sí, exactamente como alguien atormentado. Nunca antes imaginé lo terrible que debe ser la relación entre el músico y su instrumento. Tiene que llenar ese instrumento, con su aliento vital, su aliento propio. Tiene que forzarlo a hacer lo que él quiere que haga. Y un piano es simplemente un piano. Está hecho de madera y alambres y macillos pequeños y otros grandes y marfil. Aunque hay un límite a lo que puede hacerse con él, el único modo de averiguarlo es intentándolo y que lo haga todo.

Y Sonny no se había acercado a un piano en más de un año. Y no estaba en mejores términos con su vida, no con la vida que se tendía frente a él ahora. Él y el piano tartamudeaban, comenzaban de un modo, se asustaban, se detenían; comenzaban de otra manera, caían en el pánico, marcaban el ritmo, comenzaban de nuevo; entonces parecían haber encontrado una dirección, volvían al pánico, se atoraban. Y el rostro que vi en Sonny nunca antes lo había visto. Todo lo había borrado un incendio y, al mismo tiempo, cosas por lo común ocultas aparecían con ese incendio, mediante el fuego y la furia de la batalla que ocurría en él allá arriba.

Sin embargo, al ver el rostro de Criollo cuando se acercaban al final de la primera serie, tuve la sensación de que algo había sucedido, algo que yo no había escuchado. Entonces terminaron, hubo aplausos dispersos y entonces, sin la menor advertencia, Criollo comenzó con algo más, caí sardónico: se trataba de Am I Blue. Y, como si mandara, Sonny comenzó a tocar. Algo empezó a suceder. Y Criollo dejó ir las riendas. El hombrecito seco, pequeño y negro dijo algo terrible con los tambores, Criollo respondió y los tambores replicaron. Entonces la trompeta insistió, dulce y aguda, tal vez un tanto distanciada, y Criollo escuchó, haciendo comentarios de vez en vez, seco, rector, hermoso, calmado y viejo. Entonces todos se unieron de nuevo y Sonny era parte de la familia otra vez. Lo deduje por su rostro. Parecía haber encontrado, justo allí bajo sus dedos, un piano nuevo. Parecía que no podía asimilarlo. Entonces, por un rato, simplemente de estar felices con Sonny, parecieron coincidir con él en que un piano recién hecho era ciertamente único.

Entonces Criollo adelantó un paso para recordarles que estaban tocando blues. Golpeó en algo que todos tenían, golpeó en algo que yo tenía, y la música se atirantó y profundizó; el aire se llenó de aprensiones. Criollo comenzó a decirnos de qué se trataba el blues. No era nada demasiado nuevo. Él y sus muchachos, allá arriba, lo mantenían nuevo, arriesgando la ruina, la destrucción, la locura y la muerte, para encontrar nuevas maneras de hacernos oír. Pues aunque el cuento de cómo sufrimos, y cómo nos deleitamos, y cómo tal vez triunfamos nunca es nuevo, siempre hemos de escucharlo. No hay ningún otro cuento por contar, es la única luz que tenemos en toda esta oscuridad.

Y ese cuento, de acuerdo con aquel rostro, aquel cuerpo, aquellas manos fuertes sobre las cuerdas, tiene otro aspecto en cada país, y una nueva profundidad en cada generación. Escuchen, parecía decir Criollo, escuchen. Estos son los blues de Sonny. Hizo que el hombrecito de los tambores lo supiera, así como el hombre brillante y moreno de la trompeta. Criollo ya no intentaba hacer que Sonny llegara al agua. Le deseaba el seguir adelante con Dios. Entonces retrocedió, muy lentamente, llenando el aire con la sugestión inmensa de que Sonny hablara por sí mismo.

Entonces todos se reunieron alrededor de Sonny y Sonny tocó. De cuando en cuando uno de ellos parecía decir amén. Los dedos de Sonny llenaban el aire con vida, su vida. Pero una vida que contenía muchas otras. Y Sonny retrocedió todo el camino, y en realidad comenzó con el enunciado breve y neutro de la frase inicial de la canción. Luego comenzó a hacerla suya. Fue muy hermoso porque no había prisa y ya no era un lamento. Parecí escuchar con cualquier quemadura que él hubiera hecho suya, con cualquier quemadura que tuviéramos aún por hacer nuestra, cómo dejar de lamentarnos. La libertad acechaba a nuestro alrededor y comprendí, por fin, que él podía ayudarnos a ser libres si escuchábamos, que nunca sería libre mientras no lo hiciéramos. Y sin embargo, ahora no había en su rostro ninguna batalla. Escuché todo por lo que él había pasado y continuaría pasando hasta ir a descansar en la tierra. La había hecho suya: esa larga línea, de la cual sólo conocíamos a mamá y a papá. Y nos la devolvía, como ha de regresarse todo, de modo que, pasando por la muerte, pueda vivir para siempre. Volvía a ver el rostro de mi madre y sentí, por primera vez, cómo las piedras del camino por el que ella anduvo le habían herido los pies. Vi el camino iluminado de luna donde murió el hermano de mi padre. Y me traje de regreso algo más y me hizo dejarlo atrás. Volví a ver a mi pequeña y sentí las lágrimas de Isabel otra vez. Y sentí que las mías propias comenzaban a brotar. Y pese a ello estaba consciente de que esto era sólo un momento, de que el mundo aguardaba afuera, tan hambriento como un tigre, y que por sobre nosotros se extendían los problemas, más anchos que el cielo.

Y entonces terminó. Criollo y Sonny dejaron ir un suspiro, ambos mojados de sudor y sonrientes. Hubo muchos aplausos y una parte era real. En la oscuridad la chica vino, y le pedí que llevara tragos al podio. Hubo una pausa larga mientras ellos hablaban allí, en la luz índigo, y al cabo de un rato vi a la chica poner un escocés con leche sobre el piano, para Sonny. No pareció darse cuenta. Pero justo antes de empezar a tocar de nuevo, tomó un trago, miró en mi dirección e hizo un gesto con la cabeza. Luego lo puso de nuevo sobre el piano. Para mí, entonces, cuando comenzaron a tocar de nuevo, brillaba y se sacudía sobre la cabeza de mi hermano como la copa misma del estremecimiento.

James Bladwin (1924-1987) fue escritor, dramaturgo y un activo militante por los derechos de los afroamericanos. Entre sus libros, El cuarto de Giovanni, Otro País y Blues de la calle Beale.