Socompa publica el fragmento inicial de la anteúltima novela (Editorial Octubre) de Eduardo Blaustein, inspirada más que libremente en la vida, la obra y el estilo de escritura de un formidable fundador de nuestro periodismo: el cura Francisco de Paula Castañeda (1776-1832), iniciador también de la riquísima tradición gauchipolítica.

Verticales. Que caían verticales, los animales.

Caían de punta en la tormenta. Temporal de aquellos, de verano, truenos y relámpagos y ramas partiéndose, troncos arrancados de raíz, mares desde cielos oscuros. Se dijo así, la noticia corrió: que caían verticales: terneros y chanchos salvajes. Que las aves también se despeñaban desde el límite superior de los cielos, como si hubieran pretendido hacer nido en el espacio –buscar refugio-, muy arriba, tratando en la agonía al menos de batir las alas, desgarrándolas en el intento, girando en la lluvia sobre sí mismas, a veces oscilando y hasta ascendiendo, dirigidas por tornados, cosa que los terneros y los chanchos salvajes no, dado su peso (tampoco batieron sus alas). Y se dijo, díjose a lo largo de leguas y leguas y la noticia llegó a imprimirse en las gacetas de Buenos Aires, que chanchos salvajes y terneros caían a plomo sobre barro y charcas haciendo plop o plaf, con derrame de entrañas, reventados contra el piso. Otros cayeron sobre las cabezas de dos o tres desgraciados, que perecieron, y bien merecido lo tenían. Eso díjose, o se especuló, pues tratábase –díjose- de algún castigo de Christo sobre las heredades con frecuencia atormentadas del Oscurango (de eso se sabía poco), los campos de La Piedad, tan fértiles, tan hermosos y tan solos.

Ocurrió terrible tormenta, fue el modo en que se imprimió la noticia.

Que en menos de media hora desbordó afiebrado, tumultuoso, el arroyo de los Overos y todo era aguas turbias y rachas de viento y una lluvia que impedía ver las propias narices como son las lluvias de los tifones en los océanos, en los relatos. Mientras la peonada ciega, poseída, apenas si promediaba, o algo más, el juego de masas en el que estaba sumida. Y cayeron por espanto en el arroyo, ya un riacho rabioso desbordado, y se ahogaron allí dos yeguas gruesas, una preñada, potrillos, tres chanchos domésticos, alguna descendencia de las ovejas traídas a esos territorios por Nuflo de Chaves, en 1580. Y que los otros caballos sin jinete galopaban en blanco, también los ojos en blanco abiertos hasta la desmesura, bajo los refucilos y el bronco cielo, que galopaban sin cabeza, se dijo en la campiña. Y por más que los truenos hicieran retemblar la tierra los gauchos seguían obsesos empeñados en su juego –no así la indiada menesterosa-. Cayó tronchada el atalaya que debía vigilar al enemigo desde la costa del río sin que nadie estuviera allí de guardia.

El Oscurango, dueño y poderoso señor de esas tierras, dormía. Dormía desde hacía dos, tres, cuatro días con sus noches. El láudano acaso, las últimas gotas que le habrían quedado para salir de su pasmo, sus ignotas pavuras.

Y de esto –de la tempestad- nada sabía el padre Francisco, de camino a La Piedad, hamacando sus buenas arrobas sobre su mula, junto al médico y al otro gaucho que hacía de baqueano, ni idea tenía el fraile, la más pálida. Porque el tranco de las mulas era arduo pero manso y aunque no faltaban tantas leguas a destino era bajo cielo azul, entre cañadas y cangrejales. Sol. Cosas de la pampa, que Dios la ampare.
Desde el mediodía que venían hinchándose de furia, morados y negruras las nubes. No atendieron la señal. Los gauchos no están para pensar. Aunque el sol imposible venía despellejando torsos desde hacía días, las pieles inflamadas por el viento norte caliente, pegajoso. La excusa la dio el santoral: se venía San Marciano Presbítero, pariente del emperador Teodosio, amigo de los pobres, restaurador y constructor de iglesias en Constantinopla, hacedor de innúmeros milagros. Eso les leyó Doña Pilar –no había cura por allí, todos abandonaban el puesto- dos o tres mañanas antes, cuando tomaban su primer mate, rayando el alba, sin saber que mentado el santo les dejaba la excusa servida en bandeja. Amigo de los pobres, se dijeron y se miraron (¿no eran tiempos de revolución? ¿No tenían “derechos”?). Sabedores de que el Oscurango llevaba días de ausencia, otra vez. Se decidieron pues a organizar el juego del pato –estas cosas solían hacerse en las fiestas de San Juan- cubriendo toda la extensión de los campos de La Piedad, que no era poca, y más allá. Si total la fábrica estomacal de vacas, caballadas y ovejas apenas necesita de la atención humana.

De modo entonces que a falta de pato o ganso doméstico capturaron un pato biguá bien robusto que pescaba en el arroyo de los Overos. Lo metieron dentro de un cuero fuerte y bien sobado, no se sabe si vivo o asado, cosieron en el tiento las manijas con tripa gruesa para que aguantara los tirones y disputas de los hombres de a caballo cuando intentaran desmontarse. Acordaron otorgar un premio de dos reales al ganador.

Los gauchos no piensan, díjose, aunque aquí pueda insinuarse que estamos rumiando los pensamientos del padre Francisco en sus momentos de desasosiego; el padre Francisco que de hecho ya había iniciado el penoso descenso en mula desde Buenos Aires camino a La Piedad. Sí les dio la cabeza a los gauchos para convenir lo siguiente: que en el juego participara medio centenar de jinetes –un tercio de la población masculina adulta en La Piedad y cercanías- y que se hiciera no bajo sol inclemente sino al atardecer.

Jesuchristo –así lo nombraba el fraile en sus sermones, desde el mil ochocientos y algo- sin embargo tenía otros planes: el atardecer ya casi era noche. Cualquier alma mejor ilustrada o temerosa de Dios al ver los nubarrones henchidos se habría dado cuenta de que no faltaba mucho para que se desatara el temporal, amenazando con hacer caer terneros y chanchos salvajes de punta, que es lo que de hecho sucedió, como una condena, y aun no mencionamos el granizo, pues no hubo certeza de tal noticia. Se juntaron sin embargo bajo el cielo negro los mozos más diestros, llegados algunos de muy lejos, de Rojas, de Chascomús, llegaron muy bien montados, y algo bebidos. Los iban viendo pasar los indios, las indias y los indiecitos desde sus horribles toldos, con sus miradas vacías. Y fue unos de los capataces el que se apareció primero con buena pilcha y con el pato en su manaza sobre el caballo, ya medio tomado, como los otros. Con la mirada turbia, tras un rebencazo sobre el lomo del animal se lanzó al galope y lanzó su grito salvaje y lo siguieron los otros también al galope, solo que con un problema: la tradición indicaba que el jinete debía llegarse hasta el rancho de una mujer que se llamara Leonor, doncella de ser posible, pero no había ninguna Leonor en estas heredades. No acordaron el punto los gauchos pero se lanzaron en la carrera desenfrenada para arrancarle el pato al capataz. Así fue que mientras se concentraban las fuerzas de la tempestad partieron como un rayo arbitrario los jinetes, pechándose los caballos, tirando en vano de las asas del pato del primer jinete, atentos a evitar las vizcacheras, desmoronándose algunos en las cañadas y partiéndose las piernas, raspándose con las espinas inmensas de los talas, ajustando entonces con furia los facones bajo las pobres ropas, saltando albardones, dejando las huellas de cascos en los conchillares.

Toda la pampa era la arena de juego, dijeron tiempo después los cronistas, pero no pasó ni media hora que fue pampa nocturna y tronante, iluminada por continuos refucilos. Alto flash. Tan fuertes los truenos que no se escuchaba el ruido de los cascos al pisar barro, o parecían hundirse en algodones, cabalgaban insonoros entonces los cincuenta gauchos –los caballos sudorosos-, apretando los dientes, tomando caña con sus chifles sobre la montura, a veces riendo o airados, a veces puteándose, arrebatándose el tiento con el pato unos a otros con magníficos aullidos de triunfo, cayendo y rodando y permaneciendo tiesos o maltrechos, o -como se escribió mucho después- dejándose caer los mejores con gracia y de pie, como un gato, o antigua reverencia de noble español, desparramados bajo los truenos mientras se iba hinchando el arroyo en el punto de partida, sin que nadie estuviera allí para salvar la hacienda. Mucho menos en el atalaya, mencionose. Así recorrieron leguas, que de no ser por el desastre líquido dispuesto por Christo bien hubieran podido trasponer la frontera del Salado. Ay, qué miedo.

La tempestad los esparció, los deshizo cuando ya no pudieron verse unos a otros, truenos, oscuridad y aguacero. Algunos volvieron uno o dos días después o más; otros desertaron y no se los vio, ni aun cuando el Oscurango ordenó darles caza. Al retornar, vieron con una nota queda de tristeza que dos compadres que habían quedado olvidados en el cepo por orden del Oscurango se habían ahogado allí mismo, pues los cepos de madera estaban en una hondonada que quedó inundada.

Relatose así a lo largo de leguas.