No hay mejor método para perderse que confiar en alguien que se adjudica  el papel de guía. Una isla más inhóspita que misteriosa y un grupo que pronto empieza a darse cuenta de que no sabe dónde está.

La navegación transcurría plácidamente con destino a la paradisíaca isla del Pacífico. Los viajeros habían leído algunas cosas sobre ella y visto muchas fotografías, pero nunca habían estado allí. Su ocasional compañero Arturo, aunque era poco comunicativo y bastante solitario, les daba la impresión de ser el más informado.

Arturo solía dar esa imagen en quienes lo veían por primera vez: su aura levemente melancólica y sus intelectuales anteojos creaban una apariencia de cultura, de que sabía muchas cosas aunque no las mencionara. Incluso su parquedad reforzaba esta idea. En la actual ocasión, su aislamiento tenía motivos adicionales: hace poco había roto su matrimonio, y decidió emprender un viaje a un lugar lejano y sin conocidos para meditar acerca de su vida.

La isla se encontraba ya a la vista. Pronto tocarían tierra. Los integrantes del tour sabían que nadie iría a buscarlos para conducirlos al hotel, pero les habían asegurado que no sería difícil encontrarlo: sólo tendrían que mantener el rumbo.

Arturo era de tomar decisiones rápidas: odiaba que la realidad lo distrajera de sus pensamientos. No necesitó esperar a que el barco atracara: mientras se acercaba al puerto, eligió en qué dirección caminaría al desembarcar, suponiendo que coincidía con las instrucciones que había recibido en la agencia de viajes. Muchos turistas se agolpaban en la salida esperando que los dejaran descender. Tenían una vaga idea, pero ninguno sabía exactamente a dónde dirigirse.

Arturo fue el primero en bajar a tierra, y de inmediato se lanzó a caminar hacia la derecha. Los cuatro viajeros más cercanos, charlando distraídos entre sí, ni siquiera lo pensaron: por inercia, fueron tras él.

El grupo siguiente se encontró con cinco personas que marchaban resueltas a la derecha, y como suponían que los primeros sabían el itinerario, también fueron hacia allí. A medida que los visitantes bajaban del barco, se sumaban a los anteriores. Y al ser cada vez más los que iban por el mismo camino, quienes venían después suponían con mayor convencimiento que era el correcto.

Llegaron a una calle que se bifurcaba en un cruce de rutas. Arturo, abstraído, volvió a elegir la que iba a la derecha. Y todos detrás de él.

Los turistas, separados en pequeños grupos, caminaron en fila un buen trecho. Arturo iba al frente, sin notar lo que pasaba a sus espaldas.

La ruta se convirtió en una calle de tierra. Habían reservado un hotel apartado del centro de la ciudad, en una zona agreste, por lo cual esto no les llamó la atención.

Hacía calor, y el clima era muy húmedo. Se oían lejanas voces de animales.

Luego de media hora de marcha, la calle de tierra desembocó en un estrecho sendero, apenas marcado entre la maleza. Pese a su habitual seguridad, Arturo dudó de que el camino recorrido fuera el acertado. En ese momento se detuvo a reconsiderar la situación, se dio vuelta y se encontró con algo que no había percibido antes: todos sus compañeros de viaje marchaban tras él, lo cual lo convenció de que iba bien orientado.

Entonces se adentró por el sendero. Los viajeros siguieron en fila, por una senda en la cual la maleza se espesaba cada vez más, con grandes árboles y muchos insectos. Los mosquitos resultaban especialmente molestos, pero una multitud de especies desconocidas para los visitantes también los perturbaban con sus picaduras. La humedad subía, se volvía pegajosa. Al tiempo que el sol se retiraba de a poco, comenzaban a oírse algunos rugidos.

Y así siguieron, marchando con rumbo desconocido pero creyendo saber a dónde iban.

La noche los sorprendió en un claro de la selva, recriminándose mutuamente.

Marcelo Jorge Esses es sociólogo y escritor.Publicó el libro Absurda lógica (Editorial Bärenhaus, Colección Biblioteca Elegida)