Una familia también puede ser una agenda de actividades que sirven para compartir, para cruzarse, para instalar distancias. Una madre que organiza todo, un padre que encuentra en jugar al fútbol una pasión devoradora y dos hijos que se pierden en esa nueva trama.

Es curioso que papá haya sido el que más se opuso a la mudanza. Es curioso ahora, digo, después de todo lo que pasó, porque en ese momento los argumentos de papá fueron totalmente racionales. A mamá, que nunca tuvo la paciencia ni las ganas de armar respuestas muy pensadas, no le quedaba otra que enojarse, gritar y dispararle los reclamos de siempre: que vos no querés hacer un sacrificio por tu familia, que los chicos necesitan un patio con jardín, que sólo te importa tu trabajo. Papá levantaba la vista del plato, miraba a mamá un ratito en silencio, como si estuviera poniéndose en tema, y le tiraba una respuesta perfecta, de esas que no tienen réplica, y después le pedía la sal o algo así. Mamá se ponía como loca y volvía a la carga con su repertorio. La verdad, las cosas que decía papá eran ciertas y me hacían pensar bastante – creo que heredé de él la mitad racional de la cabeza –: íbamos a tener que levantarnos por lo menos una hora más temprano, del country a la estación de tren había veinte cuadras y ningún medio de transporte, se me iban a acabar el cine, las fiestas y las salidas con mis amigas si no conseguía alguien que me llevara y me trajera. Yo comencé a imaginarme a mí misma sola, aislada del mundo, sin poder ver a mis amigas ni salir de noche. Me angustié bastante y, al final, encaré a mamá un fin de semana, a la hora en que papá llevaba a Mati a la escuela de fútbol. Ella me dijo que al tema del transporte, que era lo más importante, lo íbamos a solucionar; en el peor de los casos, habría que gastar unos pesos más en remises. Además, en un par de años vas a estar yendo a la facultad, que te queda igual de lejos del departamento, me dijo, vas a estar todo el día afuera y va a ser lo mismo estar acá, en el country o donde sea. La verdad, tenía razón. Yo aproveché para pedirle que suspendiera mi castigo por llevarme dos materias previas y me dejara jugar al hockey en el equipo del country. Mamá accedió a condición de que no dijera nada hasta que nos hubiéramos instalado, y me guiñó un ojo. Con mamá somos muy distintas pero nos entendimos siempre; yo sabía que ella iba a cumplir, y ella sabía que conmigo de su lado mudarnos al country era nada más una cuestión de tiempo y paciencia. Ahí me di cuenta que mamá estaba determinada a hacer todo lo que fuera necesario para que nos mudáramos, y que esta vez ese método de papá para negarse a hacer lo que no quería no iba a funcionar. Las discusiones siguieron, pero mamá se enfocó en la organización, en los detalles: eligió una casa perfecta, a metros de la entrada del country; buscó colegio para Mati por la zona; reservó un lugar para mí en el servicio de transporte del barrio; consiguió comprador para nuestro departamento – mostrándolo en horarios de oficina, para que papá no se enterara –; cotizó y programó la mudanza. A papá iba soltándole las novedades de a poco, ganándole metros en las discusiones, hasta que al final al pobre no le quedó otra opción que hacer una única visita a la que iba a ser su nueva casa y presentarse en la escribanía con mamá para cerrar la compra. Mamá estaba feliz: por fin esto que tanto queríamos, me decía. En realidad, la única que lo quería era ella, pero, como siempre, se había terminado convenciendo que esto era el deseo de todos. A mí, en el fondo, me daba lo mismo, porque mi colegio y muchas de mis amigas estaban por la zona, así que para qué contradecirla; me preocupaba un poco papá, que iba a tener que irse muy temprano y volver tardísimo todos los días. Ay nena, me decía mamá, no te preocupés, además, cuando tu papá llega del trabajo saca su computadora y se pone a trabajar, ¿o no? No es que se va a perder mucho llegando un rato más tarde. Se quedará un rato más en la oficina y volverá cuando haya menos tráfico. Se va a acomodar perfectamente, vas a ver. Tu padre es un animal de costumbre. En un par de meses va a estar chocho con su nueva vida.

Más curioso, o irónico, fue que mamá haya sido la que inscribió a papá en el torneíto de fútbol (se llamaba así, torneíto, porque en el country todo lo que no puede llamarse muy grande tiene que llamarse chiquito: están el Gran Salón de Eventos y la canchita de golf, la Master Swimming Pool y el torneíto de fútbol). Otra vez, en ese momento lo del torneo pareció completamente normal, porque mamá siempre nos organizaba la vida –nos solucionaba la vida, decía ella– a los tres. A la semana de mudarnos yo ya tenía mi carnet de socia y estaba en la lista de quinta división del equipo de hockey, Mati iba todas las mañanas a la colonia de vacaciones y papá estaba anotado en el torneíto de fútbol, categoría veteranos. Papá dijo que siempre iba a llegar tarde, que del trabajo llegaba fundido, que era imposible. Mamá insistió: le dijo que lo íbamos a esperar para comer, total estábamos de vacaciones. Además, las canchas estaban a unas cuadras, solo tenía que llegar, cambiarse y estaba jugando en un ratito. Al final mamá le ganó por agotamiento, y papá arrancó los entrenamientos un lunes. A veces nos cruzábamos en la puerta del club, cuando yo terminaba con hockey. Papá me paraba, me daba un beso en la frente, me decía cómo te fue muñeca, siempre con esa cara un poco ausente, y se iba caminando despacio a la cancha de fútbol.

El primer partido de papá fue un par de semanas más tarde. Yo no pude ir a verlo, porque jugamos con las chicas afuera y volvimos tarde, y Mati y mamá tenían alguna otra cosa que hacer. Así que recién a la noche, cuando comíamos, nos enteramos que el equipo de papá había ganado. Nos lo contó al pasar, con una frase cortita: hoy ganamos dos a cero. Mati le preguntó si había hecho un gol. Papá le dijo que no, que él era defensor y no hacía goles, pero que había jugado muy bien, y después seguimos hablando de cualquier otra cosa. Papá estaba de buen humor, me preguntó sobre hockey, le dijo a mamá que la comida estaba muy rica, le prometió a Mati enseñarle a construir un barrilete el próximo fin de semana y yo pensé que por ahí mamá tenía razón, que realmente nos solucionaba la vida a todos. Cuando cruzaba a papá en los entrenamientos –ahora menos que antes, porque habían comenzado las clases y yo tenía otros horarios– él entraba al club al trote, con energía, y me tiraba un beso desde lejos, o se cruzaba hasta la cancha de hockey y me daba un abrazo de oso, como cuando era chica. Me avergonzaba un poco que me tratara como a una criatura ahí, frente a las chicas, pero también era lindo y yo lo dejaba. No íbamos a verlo jugar, pero después, mientras comíamos, él nos contaba los partidos cada vez con más detalles, como un comentarista de la tele, sobre todo cuando ganaba. Creo que sólo Mati era el único interesado –y el interés le duraba apenas un rato–, pero papá describía sus jugadas con tanta alegría, y hasta con pasión, que era difícil dejar de escucharlo. Además, ahora se hacía tiempo para remontar el barrilete con Mati, y hasta me fue a ver jugar a mí una vez que me tocó partido el domingo. Y había bajado de peso, tanto que los pantalones se le caían y tenía que agregarle agujeros a los cinturones, que le quedaban colgando en la cintura. Era lindo ver así a papá, pero al mismo tiempo había algo raro en todos esos cambios. Hablé con mamá y le dije si no le parecía que papá estaba haciendo muchas actividades con esto del fútbol, después de trabajar todo el día, si no pensaba que podía darle un pico de estrés. Nena, me dijo mamá, papá está bárbaro, de qué pico de estrés me hablás, si duerme todas las noches como un bebé. No sabés hace cuanto tiempo hace que no lo veo dormir así. ¿No lo ves a tu papá vos, cuando viene del fútbol y come con nosotros? ¿No te parece que está bárbaro? Era verdad: papá estaba tranquilo, se divertía, hacía cosas con nosotros, pero me parecía que algo no estaba bien. No supe que más decir, y ataqué por el lado del cuerpo: papá está muy flaco, le dije, quizás con todo este esfuerzo no está bien físicamente, a su edad él tiene que tener cuidado con el corazón, y… Mamá me cortó en seco: nena, me dijo, abriendo bien los ojos y levantando las cejas, tu papá está hecho un roble, y ya no quise hablar más del tema.

El equipo de papá se clasificó para las semifinales y hubo que ir a verlo. Vamos a ver a tu padre, había dicho mamá; yo tuve que faltar ese sábado a hockey. Hacía frío. El pasto de la cancha de fútbol estaba seco, y en algunos rincones era apenas unas manchas amarillentas salpicadas sobre la tierra. Se me ocurrió que iba a ser imposible jugar en esa cancha, pero papá y su equipo jugaron a muerte. Había que verlo: saltaba alto y cabeceaba la pelota con fuerza, les gritaba indicaciones a sus compañeros, hablaba con el árbitro. No tenía la cinta de capitán, pero era claro que papá era el líder del equipo. Al final perdieron con un gol sobre la hora, pero celebraron como si hubieran ganado el torneo y todos, hasta los contrarios, saludaron a papá. Creo que jamás en mi vida lo había visto tan feliz. Esa noche nos llevó a comer a un bar muy lindo –en lugar de los restaurantes con juegos para chicos a los que solíamos ir– y pidió champagne para brindar. Bueno che, parece que hubieras salido campeón, dijo mamá cuando apareció el mozo con la botella, y es que el festejo de papá era excesivo, y hasta ella parecía un poco incómoda ahora. No, dijo papá, para mí es como si hubiéramos salido campeones, y quería festejar con ustedes. Ya nos anotamos con los muchachos para el torneíto del segundo semestre, nos dijo, y también me anoté en el intercountry, así que voy a estar jugando en dos equipos. ¿Qué les parece su papá, eh?, nos dijo, mirándonos a Mati y a mí. Yo hice una risita corta, nerviosa, porque me parecía un poco una locura, no se me ocurría cómo iba a poder. Mati aplaudía. Mamá lo miró y le dijo, Gordo, ¿vos estás seguro? ¿En qué momento vas a…? Papá la interrumpió: tranquila, dijo, entreno lunes, miércoles y viernes con los muchachos y el resto de los días con el equipo del intercountry. Y los partidos son sábado y domingo, no se solapan, así que no voy a tener problemas. Mamá lo miraba levantando las cejas, con la boca entreabierta y negando levemente con la cabeza, lo que para ella era como decir “pero qué carajo estás  pensando” –a mi me había respondido recientemente con el mismo gesto cuando le había pedido permiso para irme unos días de vacaciones con las chicas de hockey– y papá la ignoraba, mientras levantaba su copa y brindaba por el casi-campeonato, por la familia, por todos nosotros.

Papá empezó a llegar más tarde de los entrenamientos y un par de semanas después de que comenzara las prácticas con sus dos equipos mamá decidió que no lo esperaríamos más para comer. Nos es justo para el resto de la familia, nos dijo, como si hubiera otros diez miembros de la familia escondidos por ahí. Papá llegaba a la hora de comer sólo uno o dos días; el resto de la semana, mamá le dejaba algo de comida en la heladera, y a veces el número del delivery para que él se pidiera algo. Cuando él llegaba tarde yo estaba arriba en mi cuarto, preparando las tareas para el cole o hablando por teléfono con las chicas; el pasaba, entornaba la puerta y me preguntaba cómo estaba, cómo me había ido en el colegio, y se iba a su cuarto. Tampoco lo veía en el club, porque con sus nuevos horarios él llegaba más temprano y se iba después que yo. La verdad, después de un par de meses las cosas comenzaron a ser casi como antes, cuando vivíamos en el departamento y papá llegaba muy tarde del trabajo y se encerraba en su estudio. Los fines de semana él jugaba el sábado y el domingo; yo los sábados estaba todo el día con hockey, y los domingos siempre tenía algún programa con las chicas. Creo que Mati fue el que más sufrió los nuevos horarios de papá, porque se había acostumbrado a lo de los barriletes y a salir a andar en bici con él los domingos a la mañana; por ahí le preguntaba medio lloroso a mamá si papá iba a sacarlo el fin de semana. Mamá lo puso en clases de fútbol y básquet de lunes a viernes, y tenis y natación sábados y domingos; el pobre se dormía en la silla mientras comíamos el domingo a la noche, pero dejó de preguntar por papá.  Entre mamá y papá las cosas tampoco andaban bien; a veces discutían, sobre todo cuando papá llegaba tarde. Mamá cerraba la puerta de la pieza y se escuchaban apenas sus voces –más que nada la de ella, seca y chillona. Cuando peleaban papá dormía en la piecita de huéspedes, que en realidad era la habitación donde mamá guardaba todas las cosas que ya no usaba, como la máquina de coser, y cajas llenas de ropa.

Un día, creo que a principios de noviembre, mamá nos hizo esperar hasta que papá llegara para comer. Tenemos que hablar hoy con tu padre, me dijo, con ese tono suyo dramático, como de telenovela, que usaba para decir cosas como “estoy muy decepcionada”. Papá llegó bastante tarde, como a las diez y media de la noche, sudoroso, arrastrando los botines en una mano y el bolso en la otra. Dijo eh, qué sorpresa, y me imagino que en verdad estaba sorprendido, pero tenía más cara de cansancio que otra cosa. Te estamos esperando para comer, le dijo mamá, y papá se sentó en la cabecera de la mesa, que era su lugar cuando comíamos juntos. Mamá trajo a la mesa una fuente con carne, nos sirvió a todos y no esperó a que papá diera el primer bocado para comenzar con el interrogatorio: hasta cuándo vamos a seguir así, estás todo el tiempo en la cancha de fútbol, no compartís nada con tu familia, ni siquiera ves a los chicos el fin de semana, y seguía y seguía. Yo no pensaba estar en medio de esa discusión, así que dije que me iba a mi pieza a estudiar, pero en cuanto hice el amague de levantarme mamá pegó un golpe tremendo con la mano sobre la mesa y me gritó, vos no te movés de tu lugar hasta que yo te dé permiso, tan  fuerte el golpe y el grito que Mati, que estaba medio dormido en su silla, pegó un salto y casi se cayó al piso. Y no me digas que esto no te va a traer problemas en el trabajo, eh, dijo mamá mirando a papá a los ojos, que por más que ahora vayas directo al club yo sé a qué hora llegás, te estás yendo temprano del trabajo todos los días, hasta cuándo vas a poder mantener eso. Papá había dejado los cubiertos y miraba hacia abajo, como si estuviera a punto de derrumbarse encima del plato. Mamá seguía, a ver, contame, qué decís en el trabajo. Después se quedó callada, mirando a papá con los dos puños cerrados sobre la mesa. Yo creo que ya no esperaba respuesta, porque cuando le agarraban esos ataques de ira perdía conexión con el mundo. Papá la miró, y le contestó despacio: no va a pasar nada en el trabajo porque hace un par de meses pedí que me trasladen a otra área y me reduzcan dos horas la jornada. Mamá lo miró con la boca desencajada y los ojos bien abiertos. Papá siguió: te aseguro que no nos va a faltar nada, vamos a estar bien. Mamá boqueaba, como si quisiera hablar y no pudiera, y al final le dijo no… no puedo creer lo que me estás diciendo, cómo se te ocurrió hacer esto, sin decirme nada, estás loco, estás loco. Se tapó la boca con una mano y comenzó a llorar. Papá la miró, después nos miró a nosotros también, como si quisiera abarcarnos a todos con su mirada y le dijo, nos dijo, es que… Cuando juego… Cuando estoy jugando es como muy claro que estoy vivo, ¿sabés? Desde que comencé a jugar es como si hubiera nacido de nuevo. Es como si hubiera estado muerto, y de repente nací. Tengo que jugar, ¿entendés?, tengo que seguir jugando. Mamá pegó un alarido que tapó a medias con la mano que tenía en la boca, se levantó y subió corriendo las escaleras. Papá esperó unos segundos y fue atrás de ella. Mati había comenzado a lagrimear, y a mí, para qué mentir, me había hecho un nudo en la garganta, pero soy la hermana mayor, así que me levanté, lo abracé y lo acompañé a su cuarto.

Esa noche papá durmió en la habitación de huéspedes, y ya no volvió a dormir con mamá. También comenzó a llegar más tarde a casa, mucho después de la hora de la cena. A veces yo me dormía antes de que papá hubiera llegado y cuando me despertaba al otro día él ya había salido. Un par de semanas después de aquella noche de la pelea mamá nos avisó que papá –su padre, nos dijo–  se iba a mudar a la casa de un amigo por un tiempo. Poco tiempo después ya había conseguido un abogado que logró en unos días que un juez le prohibiera a papá ver a Mati. A mí me preguntaron si prefería ver a papá o no, porque a mi edad yo ya podía decidir por mí misma. Yo dije que sí, aunque mamá me llenaba la cabeza día y noche para que dijera que no, o quizás por eso mismo, para hacerle la contra.

Papá me llamaba los viernes a la noche para arreglar, y me buscaba los sábados a la mañana en el auto; dábamos un par de vueltas por el barrio y después nos íbamos al club house a desayunar. Los primeros fines de semana papá me preguntaba por Mati, si cómo estaba en la escuela, si estaba teniendo problemas en casa, y también por mamá. Decía que estaba preocupado por nosotros, pero que estaba seguro de que con mamá íbamos a estar bien. Era un momento incómodo, sobre todo después de haber tenido a mamá taladrándome el cerebro con sus cosas toda la semana: no hace falta que veas a tu padre si no querés, si estás ocupada el sábado no te obligues a ir, de cualquier manera, a él mucho no le importa. Decía esas frases al pasar, mientras yo hacía la tarea o miraba la tele. Por eso con papá prefería cambiar rápido el tema y darle pie para que él hablara de fútbol. Era un alivio para los dos; a él se le iluminaba la cara, y era como si toda la preocupación se le evaporara en un segundo. Iba mejorando mucho su actuación en los dos equipos, me decía, y realmente estaba entrenándose como nunca, casi como un profesional. Yo lo notaba: a medida que pasaban las semanas, papá adelgazaba, y la piel se le pegaba a los músculos de las piernas y los brazos. Con el tiempo, fuimos dejando de hablar de Mati y de mamá, y hablamos casi solo de fútbol. Después de vivir con su amigo había alquilado un departamento por la zona, pero realmente lo estaba matando el tener que ir y venir al centro todos los días para después tener que entrenar cuatro horas. Un día me dijo que estaba pensando seriamente en dejar su puesto en la oficina y trabajar en el club, como cuida canchas, lo que me pareció una idea muy razonable. Para mamá eso era el colmo de la locura, y puso el grito en el cielo cuando papá ofreció cederle su parte de la casa y darle el auto a cambio de la cuota alimentaria. Mamá lloró a los gritos, y amenazó con hacerle juicio, pero el abogado le dijo que papá tenía derecho a cambiar de trabajo, y que a ella le convenía aceptar la oferta.

Sin el auto se hizo más difícil vernos; papá tenía que buscarme en taxi, que le resultaba carísimo ahora con su nuevo trabajo, y además yo con los finales y el hockey tenía poco tiempo libre. Hablábamos cada vez menos: yo le contaba de mis planes para las vacaciones, que mamá había puesto en venta la casa, y él me contaba que se había mudado a la casa del canchero en el club, con lo que se ahorraba el alquiler del departamento. Cosas así. Después charlábamos un rato de hockey y fútbol, y la conversación se terminaba ahí, porque la verdad no teníamos mucho más de que hablar. Caminábamos un rato por el parque y nos sentábamos al costado de una cancha a ver un partido, y luego me llevaba de vuelta a casa. Cuando mi equipo llegó a las finales de hockey algunos sábados me tocaba entrenar doble turno, y a él con sus torneos también se le complicaba el día, así que empezamos a saltear uno o dos fines de semana, después a vernos con suerte una vez por mes, hasta que al final dejamos de arreglar para encontrarnos.

Mamá consiguió departamento en el centro, finalmente, y dice que es mejor que el que teníamos antes, porque la casa se revaluó y nos dejó más plata. Estoy segura de que es un departamento lindo y bien ubicado, porqué mamá tiene buen ojo para eso. Cuando nos dieron fecha para mudarnos estuve medio depre un tiempo, por tener que dejar el club, pero la verdad es que en unos meses voy a comenzar la facu y estar en el centro va a ser una ventaja, como dice mamá. Creo que Mati va a extrañar mas, porque él se pasa el día en el club, pero seguramente mamá ya tiene algo pensado para mantenerlo ocupado. Hoy me lo crucé cuando entraba a la práctica, mi última, y tenía esos ojitos tristes, de cachorro, que le agarran a veces.

Cuando salía, después de despedirme de las chicas, creo que vi a papá en una de las canchas de fútbol 5.  Nadie me habla de él, pero sé lo que se dice: que se volvió loco, que dejó su familia y su empleo, que sólo juega al fútbol todo el día. Vi a papá jugando y quise estar triste, sentir pena por nosotros y sobre todo por él; lo vi ahí lejos, casi una sombra en esa cancha oscura, levantado los brazos como si acabara de hacer un gol, y me llenó una alegría tranquila, chiquita, que me duró mientras salía del club, mientras caminaba a casa, mientras preparaba mis últimas cajas para la mudanza.

 

Máximo Chehin es periodista y narrador. Entre sus libros, La vida interesante, Salir a la nieve y Vista al río (que incluye el cuento que publicamos).

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