Aquellos lugares al borde de las rutas esconden historias un  tanto oscuras. En este cuento, el reencuentro de dos antiguos amigos trae recuerdos de un cine destartalado y una muerte que se anima a tener una explicación. (Ilustración sobre una foto de Marcelo Cugliari).

El cine queda enfrente a la rotonda de la Firestone, Antártida y Camino de Cintura. Es una ruina, un galpón mugroso al que apenas colorean los afiches pegados contra las puertas vidriadas, y una marquesina que anuncia futuros estrenos sobre uno de los muros. Adentro, un breve hall de mosaicos, la boletería con rejas de madera que rematan en las seis puertas vaivén tapizadas de algo que fue rojo intenso, una cuerina desvaída que hoy tiende al rosa. No lo conocimos en otro estado que no fuera éste, pero antes no le prestábamos atención. La programación incluía siempre tres títulos en continuado. Una vez al mes nos escapábamos al cine; el Polaco en cambio, como vivía cerca, era parte del público habitual. Podría decirse que nuestra educación sentimental tuvo lugar allí, en el Antártida, y la erótica aún más.

Afuera hay poco qué hacer. Ese sector particular de Llavallol es un barrio industrial en desgracia. Sobreviven algunas fábricas grandes, la cervecería, la Colgate,  mientras los talleres van muriendo en silencio. Al costado del colegio y hacia el fondo está el barrio polaco, el club Dom Polsky, y unos monoblocks precarios en los terrenos que eran de los curas y lotearon cuando el colegio entró en crisis.

Al cine íbamos los pibes del Industrial, obreros que dormían antes de tomar el turno y venían de lejos, algunos viejos medio raros y mucho solitario. El menú era siempre parecido: Isabel Sarli a saturación, comedias argentinas de humor grosero, todo berreta, un poco porno y olvidable. Eran películas viejas; las copias estaban rayadas, se escuchaba pésimo, pero el público pajero no se quejaba. A veces los pibes en patota hacían alguna maldad: o meaban sentados y, por el declive, los chorros mojaban los pies de los de adelante, o rompían un caño del baño, y siempre revoleaban cosas contra la pantalla; hasta gomeras se llevaban. El acomodador ya estaba resignado: intervenía sólo en casos de incendio; el resto del tiempo, dormía en la última fila. Horas y horas derramadas en ese lugar frío, puro suburbio.

El Polaco me citó acá, para no perdernos, dijo, como si la antigua complicidad tuviese su monolito levantado en el cine. La rotonda sigue igual, sin cordones con las banquinas de barro trepando el asfalto de losas quebradas, lleno de baches mal remendados. La rueda desteñida del Rotary Club señala el centro de la plazoleta ganada por los yuyos. El cielo oscuro parece que fuera a partirse en cualquier momento y desatar una tormenta, pero todavía no llueve. Es otoño; hace dos años que terminamos el Industrial. Supe que murió la vieja del Polaco pero no fui al velorio, si es que hubo. No nos vimos en todo ese tiempo.

Trabajo en la tornería con mi viejo, pese a que él insiste con que siga estudiando. Quiere que sea ingeniero; no tiene idea de los años que demanda la carrera, de la plata que voy a necesitar para viajes, libros. Alguna vez pasó por el frente de la Facultad, con todas esas columnas que dan a Paseo Colón, y tuvo su fantasía de que yo me recibiera allí. No tengo ni ropa para ir a la universidad. El viejo no tiene idea de esas cosas; se crió en otros tiempos.

 

El Polaco baja del 318 en movimiento. Lleva las manos metidas en la campera, el cuello contraído para protegerse del viento que sopla en esa pampa rasa, sin  árboles, sin gente, surcada por camiones, chatas y autos antiguos. Nos saludamos con un abrazo corto, seco, sin aproximar las caras. Está serio:

-Vamos hasta la parrillita a comer un chori. Tengo hambre -ordena.

Él va adelante, indicando el camino como un baqueano. Caminamos por el borde barroso del asfalto casi trescientos metros. Hay que ir haciendo equilibrio entre los charcos, los pastizales medio salvajes y evitar las salpicaduras de los coches. Más adentro, alejándose de la ruta, el yuyerío húmedo y la basura acumulada impide avanzar.  Hace tantos años que esto está igual de abandonado que parece que nunca fuera a cambiar. Vemos finalmente el boliche de chapas y el humo que no precisa carteles, un potrero de cascotes delante se abre como estacionamiento precario: apenas un par de camiones. Hay una barra al costado del rancho protegida de la intemperie por un nailon grueso, tan sucio como los bancos que acomodamos evitando la humareda.

-Dos choripanes y dos vasos de vino -pide el Polaco y se relaja un poco, como si descomprimiera las cervicales. Me mira, piensa antes de hablar:

-¿Te enteraste de mi vieja?

-Si, tarde. Disculpame..

-No pidas disculpas. No lo digo para que te lamentes, si ni la conociste.

Otra vez el silencio. El Polaco revuelve un recipiente plástico que contiene el chimichurri con una cuchara ensartada en la mezcla. Adentro podría haber cualquier cosa, moscas, tierra, pero seguro es picante. Tiene una consistencia de guiso viejo. El Polaco abandona la cuchara en el menjunje.

-Se va a derretir…la cuchara, digo…

El Polaco se ríe por primera vez desde que llegó, pero enseguida vuelve al gesto áspero y pregunta:

-¿En qué andás?

-Laburo con el viejo, en la tornería.

-Yo en una fundición. En el fondo de Lomas. Hacen bronce.

-¿Bien estás?

-Como el orto, ¿cómo querés que esté? -se encabrona-. Pero ahora no estoy yendo. Ando buscando otra cosa.

Llegan los chori; comemos en silencio. Ninguno se anima al chimichurri. Los camiones que pasan levantan nubes de polvo. A un costado está el campo, un bañado en donde crece un cañaveral; hay alambrados caídos, zanjones, y al fondo casas sin revoque, techos de chapa, perros embarrados.

-¿Supiste los del Mencho? -dice de golpe.

-Me comentaron. Pero no sé nada…cómo fue, digo…

-Tres tiros: dos en la cabeza y uno en el cuello. En el Parque de Lomas.

El Mencho Reinoso andaba siempre con el Polaco, como si fuera un hermano mayor, un tipo de casi dos metros y más de ciento veinte kilos, un ropero. Por eso muchos murmuraban. El Polaco se daba cuenta aunque no escuchara nada, pero no podía evitar el brazo del Mencho en su hombro, esos gestos que todos veíamos. El Mencho tenía nuestra edad pero parecía mayor. Alguna vez los vi entrar al Antártida juntos. Encima a ninguno de los dos se le conocían mujeres.

Del Mencho todos sabíamos que andaba en cosas pesadas. Vivía muy cerca del Polaco; él lo bautizó Mona rubia, por las orejas y los pelos amarillos medio desflecados. El Polaco, que ya entonces era cabrón, odiaba el apodo. Mencho era el único que lo podía llamar así en público.

Ahora la voz del Polaco se pone rara cuando lo evoca, con un tono un poco  burlón, como si se riera del destino del Mencho Reinoso.

-Iba a pasar. Tarde o temprano -dice con un fatalismo de pastor evangélico.

-Ustedes eran amigos, ¿no?

El Polaco no contesta. Paga él y no acepta los billetes que le ofrezco.

Empezamos a desandar el trecho que nos separa de la Rotonda. Lo único que se escucha es el silbido de los autos veloces y el traqueteo de los camiones. La llovizna se acentúa. Llegamos al refugio de hormigón; detrás está la entrada del cine. Vuelvo a ver los afiches pegados a los vidrios como si en ese edificio precario existiese una ventana que mira hacia un mundo distinto.

-¿Vas para tu casa? -me pregunta.

-Sí.

Esperamos el colectivo

-Pobre Mencho, ¿no? -se me ocurre insistir.

-Qué pobre… un malparido.

Llega el verde.

-Me voy en este -dice como si le hubiera surgido algo urgente.

-Yo espero el Cañuelas.

Me pega un golpecito en la cara y se le agitan los pelos desteñidos de Mona rubia.

-Cuidate.

Me da ganas de decirle “chau, Mona rubia”, pero no para joderlo sino como le decíamos cuando no estaba, como amigo. En el momento en que el Polaco trepa los escalones no puedo evitar ver la culata oscura del fierro que lleva calzado en la cintura, debajo de la campera.

Seguramente no nos vamos a volver a ver durante mucho tiempo, cuestiones que uno imagina, simple corazonada, caminos que se bifurcan aunque cada uno siga rondando el mismo territorio. Y aunque no sé que será de mi vida, puedo imaginarme algo de la del Polaco.

foto/Marcelo Cugliari

Carlos Bernatek fue el ganador del último Premio de Novela Clarín con El canario. Además, es autor de varias otras obras, entre ellas, Banzai, La noche literal y Rencores de provincia.