Un trabajo peculiar a practicar en una habitación escondida de una escribanía. Los escribanos, gente en principio muy recta a la hora de reglamentar ciertas actividades ilícitas, ciertas tristes lujurias. Una mujer oculta. Un amor efímero.

Mis padres y yo nos pusimos muy contentos cuando conseguí trabajo. Era en una escribanía. El trabajo consistía en alimentar y cuidar a una joven que los escribanos reservaban para sus placeres. Me explicaron que el anterior encargado de la joven había sido, a tiempo parcial, un jubilado cuya preocupación excluyente era su esposa, que padecía una enfermedad neurodegenerativa y apenas reconocía ya al marido y a los hijos. A causa de sus problemas personales y, quizá, por la insuficiencia de su remuneración, el jubilado se ocupaba poco y mal de la joven y finalmente los escribanos, dándose cuenta de que Margarita desmejoraba día a día, decidieron prescindir de él y contratar un empleado a tiempo completo. Me anticiparon que, cuando Margarita mejorara, se me agregarían unas tareas de cadetería y quizá con el tiempo podría colaborar en la oficina y desempeñarme como idóneo.

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Margarita estaba alojada en una habitación del subsuelo, detrás de los archivos y junto a un pequeño cuarto de baño. Recuerdo la primera vez que fui. Uno de los escribanos me condujo a través de los archivos en penumbras y, con una llave de su llavero, abrió la puerta de la habitación. Margarita estaba doblada sobre la cama contra la pared. Cuando el escribano la llamó, ella se volvió penosamente. Él le dijo que yo me iba a encargar de ella, saludó brevemente y se retiró. Al quedar solos Margarita se retrajo más, se aplastaba contra la pared como si yo fuese a hacerle daño. Tal vez alguno de sus previos cuidadores la había tratado mal, pensé, y me prometí tener paciencia hasta que ella pudiera confiar en mí.

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Ese día sólo le pedí que planteara sus preocupaciones e inquietudes. Ella primero quedó en silencio, con la vista baja, pero de pronto se volvió hacia mí y, con exquisita vergüenza, me explicó las dificultades que se le presentaban para higienizarse y me preguntó si yo podía pedirles a los escribanos que pusieran una ducha en el baño. Sin vacilar le contesté que sí. Mi propuesta de instalar una ducha fue inmediatamente aprobada por los escribanos, y se admiraron de que a nadie se le hubiera ocurrido antes.

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Los escribanos gozaban de Margarita los viernes a la tarde, en conjunto o según un orden que establecían por sorteo (pese a ser escribanos, ninguno podía garantizar la ecuanimidad porque todos ponían en juego su interés personal, de modo que contrataban otro escribano, ante el cual se realizaban los sorteos). Por lo demás, cada escribano del estudio tenía acceso ad libitum a Margarita para servicios rápidos durante toda la semana hábil.

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En verdad Margarita venía muy descuidada y, como suele suceder, su debilidad provocaba, en vez de compasión, ensañamiento, en especial por parte de uno de los escribanos; y el ensañamiento, al debilitarla todavía más, se alimentaba a sí mismo. Por sugerencia mía, los escribanos le pidieron al colega lo que, bromeando, llamaron una tregua: él dejaría de ensañarse con la joven por aproximadamente tres meses, a lo largo de los cuales yo confiaba en que ella podría recuperarse mucho.

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Una dificultad era que Margarita estaba privada de atención médica, ya que su presencia en la escribanía debía permanecer en reserva -yo mismo, cuando me contrataron, tuve que firmar un acuerdo de confidencialidad-. Procuré suplir en lo posible esa limitación interrogándola exhaustivamente sobre sus síntomas y molestias y transmitiendo la información a un médico, recomendado por los escribanos. No sé si por los medicamentos, por los cuidados o quizá -me ilusionaba- como respuesta a mi amor por ella, Margarita fue mejorando. Cuanto más mejoraba, más atractiva se volvía y los escribanos se entusiasmaban de tal modo que decidí imponerles límites estrictos, que ellos respetaron. Yo recibía el respaldo y la confianza de los escribanos por el puro valor de mis actos, ya que ninguna razón de fuerza u obediencia los sujetaba a mí.

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Así transcurrieron varios meses, y una mañana descubrí algo: ya no sentía lo mismo por Margarita. Como suele suceder, el enamoramiento empezaba a disiparse con el tiempo, y a ella quizá también le pasaba lo mismo. A medida que mi amor desaparecía, dejé de ocuparme de Margarita y ella empeoró rápidamente hasta que, ya muy deteriorada, los escribanos decidieron reemplazarla por una nueva joven, que yo me encargo de alimentar y cuidar.

Imagen de apertura: Egon Schiele, El abrazo.