Un relato entre la crónica y la ficción de los últimos minutos del poeta fusilado por los falangistas hace 81 años en las afueras de Granada, en los albores de la Guerra Civil Española.

Venid, los que nunca fuisteis a Granada. / Hay sangre caída, sangre que me llama. / Nunca entré en Granada. / Hay sangre caída del mejor hermano. / Sangre por los mirtos y agua de los patios. / Nunca fui a Granada.

Rafael Alberti

El poeta mira hacia atrás, hacia la noche, sabiendo que no habrá día, que sus estrellas se van borrando una por una, para siempre (¡ay, si su tiempo fuera el de contarlas!). El calor de agosto – aún en esa hora frágil que a otros les anuncia el amanecer – es apenas uno de los infiernos que se ciernen sobre Granada. Y sin embargo el poeta tiene frío (¿será fría la muerte?, se pregunta y descubre que no sabe la respuesta).

Presiente otras cosas que son definitivas: que no lo sorprenderá de una cornada  a las cinco de la tarde – para él ya no habrá esa hora -, ni que le pudrirá la sangre para aplastarle un deseo prohibido; que tampoco le cortará el aliento de un cuchillazo apasionado, o lo secará lentamente en una condena estéril. No será ninguna de ésas.

Tantas muertes soñadas, piensa, y ninguna era su muerte.

El camión avanza con cautela, cada pozo del camino lo sacude como un sobresalto. Sentado en la caja, el poeta deja de mirar la noche y observa los rostros que lo rodean. Tal vez en ellos pueda encontrar una clave que lo ayude a descifrarla. Se sorprende al ver las caras de los hombres que llevan las armas. No muestran ninguna de las señales que busca: en ellas no hay pasión, ni piedad, ni odio, ni siquiera desprecio. Lo miran con ojos adormecidos, apagados, como si no lo miraran.

Si ése es el rostro de la muerte, se estremece el poeta, entonces la muerte es nada.

Hay otros rostros que no quisiera mirar y sin embargo no puede evitarlos. Son tres… los de sus compañeros de viaje. Sentado enfrente está el maestro: la cara sin afeitar le brilla sudorosa a la luz de las estrellas. Los anteojos empañados impiden que el poeta pueda mirarlo a los ojos, pero no es necesario. El gesto que hay en su boca habla: resignación, dice… o quizás diga abandono.

A la izquierda del maestro, separado por uno de los rostros que no dicen nada, está el primero de los carpinteros. Tiene las manos aferradas en un rezo que sus ojos transforman en un ruego de una sola palabra: dios, dios, dios, dice y lo dice así, con minúsculas.

La cara del segundo carpintero está oculta por el cuerpo de otro de los hombres sin rostro. El poeta sólo puede ver de él unos brazos que terminan en puños. Y esos puños tiemblan. Por un segundo, el poeta cree leer en ellos un grito de rebeldía, pero es apenas un instante, porque sólo susurran impotencia.

Un infinito sentimiento de pudor invade al poeta. Ha tocado tres muertes con los ojos y al tocarlas ha violado sus secretos. Resignación, dios, impotencia, le dicen, y sin embargo no le dicen nada: ninguna de ésas es su propia muerte. Intuye que si cualquiera de sus compañeros lo mirara, podría descubrir la suya como él ha descifrado las de ellos. Pero sabe que jamás se la revelarían. Él tampoco se atrevería a hacerlo.

El camión se detiene y los hombres de rostro vacío lo obligan a bajar sin necesidad de dar una orden. Ya todo ha sido dicho, piensa el poeta mientras camina hacia la noche, de aquí en más sólo hablará la muerte.

Ahora, a sus espaldas, escucha el estampido seco de cinco palabras, y descubre que son esas cinco palabras, las últimas cinco que ha dejado escritas para siempre en la boca de Bernarda, las que le revelan el secreto: “Silencio, silencio he dicho, silencio”.

Entonces no muero, imagina por última vez Federico, ni aún muerto.

(Este relato pertenece a “Contratextos. Intersticios entre la crónica y la ficción”)