El premio Nobel elogió la “sorprendente” recuperación de la economía, a la vez que se manifestó a favor de un nuevo acuerdo con el FMI que no socave la mejora que se verifica en el nivel de actividad. En una nota publicada en Project Syndicate, se refirió a las resistencias que encuentra la posición argentina en el seno del directorio para alcanzar un acuerdo. Aquí, el artículo completo.

Aunque el Covid-19 ha sido duro para todos, no ha golpeado a todos por igual. El virus representa una amenaza mayor para las personas que ya tienen una mala salud, y muchas de esas personas se concentran en países pobres con sistemas públicos de salud débiles. Además, no todos los países pueden gastar una cuarta parte de su PIB para proteger a sus economías, como hace Estados Unidos. Las economías en desarrollo y emergentes han enfrentado fuertes restricciones financieras y fiscales, y debido al nacionalismo de las vacunas han debido echar mano a lo que pudieran obtener.

Cuando los países sufren un dolor tan agudo, los funcionarios tienden a recibir más culpa de la que merecen. A menudo, el resultado es una política más conflictiva, que dificulta todavía más abordar los problemas de fondo. Sin embargo, incluso con las barajas en contra, algunos países han logrado una fuerte recuperación. Es el caso de Argentina.

El país ya estaba en recesión cuando golpeó la pandemia debido, en gran medida, a la mala gestión económica del expresidente Mauricio Macri. Todos vimos la película. Un gobierno de derecha favorable a las empresas se gana la confianza de los mercados financieros internacionales y estos, a su vez, aportan dinero. Sin embargo, las políticas de Macri resultaron ser más ideológicas que pragmáticas, sirviendo a los ricos, en lugar de a los ciudadanos comunes.

Cuando esas políticas fracasaron, los argentinos eligieron un gobierno de centro izquierda que debió gastar la mayor parte de su energía arreglando el desastre, en lugar de seguir su propia agenda. La decepción resultante podría sentar las bases para la elección de otro gobierno de derecha. Un patrón que, lamentablemente, se repite una y otra vez.

Sin embargo, existen importantes diferencias en el ciclo actual. El gobierno de Macri, elegido en 2015, heredó relativamente poca deuda externa, debido a la reestructuración que ya se había producido. Por lo tanto, los mercados financieros internacionales, a pesar de la ausencia de un programa económico creíble, se mostraron incluso más entusiastas que lo habitual y prestaron al gobierno decenas de miles de millones de dólares.

Luego, cuando las cosas salieron mal, como muchos observadores habían anticipado, el FMI intervino con el paquete de rescate más grande hasta la fecha: 57 mil millones de dólares, de los cuales 44 mil millones se dispersaron rápidamente en lo que muchos vieron como un intento desnudo por parte del FMI, bajo la presión de entonces presidente Donald Trump, por sostener un gobierno de derecha.

Lo que siguió es típico de los préstamos políticos, como detallé en mi libro “Globalización y descontento” (2002). A los financistas nacionales y extranjeros se les dio tiempo para sacar su dinero del país, dejando a los contribuyentes argentinos con la billetera vacía. Una vez más, el país estaba muy endeudado y no tenía nada que ofrecer. Y, una vez más, el “programa” del FMI fracasó, hundiendo a la economía en una profunda recesión.

Afortunadamente, el FMI reconoce ahora que su programa no logró los objetivos declarados. La evaluación ex-post del propio FMI atribuye una parte significativa de la culpa al gobierno de Macri, cuyas “políticas pueden haber descartado medidas potencialmente críticas para el programa, entre ellas una operación de deuda y el uso de medidas de gestión de flujo de capital”. Los habituales defensores del FMI atribuirán el fracaso a una falta de comunicación, o bien a una torpe implementación. Sin embargo, una mejor comunicación no soluciona el mal diseño de un programa. El mercado lo entendió, incluso cuando el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y algunos miembros del FMI no lo hicieran.

A pesar del desastre que heredó, el gobierno de Alberto Fernández parece haber logrado un milagro económico. Desde el tercer trimestre de 2020 hasta el tercer trimestre de 2021, el crecimiento del PIB alcanzó el 11,9 por ciento, y se estima que cerrará finalmente en el 10 por ciento -casi el doble del pronóstico para los EE.UU.-, mientras que el empleo y la inversión se han recuperado a niveles superiores a los que registraban cuando Fernández asumió. Las finanzas públicas también mejoraron -incluso con una política de recuperación contracíclica- debido al fuerte crecimiento económico, tasas impositivas más elevadas y progresivas sobre el patrimonio y la renta de las empresas, y la reestructuración de la deuda con los acreedores privados.

También ha habido un crecimiento significativo en las exportaciones -no solo en términos de valor sino también en volumen- luego de la implementación de políticas de desarrollo diseñadas para fomentar el crecimiento en el sector de los bienes transables. Estas decisiones incluyen reformas a las políticas crediticias y la eliminación de los derechos de exportación en los sectores de valor agregado, junto con tipos más altos para los productos primarios e inversiones en infraestructura pública, investigación y desarrollo -el tipo de políticas que Bruce Greenwald y yo defendemos en nuestro libro “Creando una Sociedad de Aprendizaje”-.

A pesar de este importante avance en la economía real, los medios financieros han optado por centrarse totalmente en temas como el riesgo país y la brecha cambiaria. No es de extrañar. Los mercados financieros están mirando los vencimientos de la montaña de deuda proporcionada por el FMI. Dado el enorme tamaño del préstamo que debe refinanciarse, un acuerdo que simplemente amplíe el plazo de amortización de 4,5 a 10 años no es suficiente para aliviar las preocupaciones sobre la deuda de Argentina.

Además, el país todavía está experimentando los efectos del capital especulativo que llegó durante la presidencia de Macri. Gran parte quedó atrapado por los controles de capital de ese gobierno, lo que resultó en una presión constante sobre el tipo de cambio paralelo.

Ordenar el desorden financiero del gobierno anterior llevará años. El próximo gran desafío es llegar a un acuerdo con el FMI por la deuda de la era Macri. El gobierno de Fernández ha señalado que está abierto a cualquier programa que no socave la recuperación y aumente la pobreza. Aunque todos deberían saber a estas alturas que la austeridad es contraproducente, algunos países influyentes del FMI todavía pueden presionar en este sentido.

La ironía es que la austeridad reclamada para generar “confianza” podría socavar la confianza en la recuperación del país. ¿Estarán los países que la exigen dispuestos a aceptar un programa que no implique austeridad? En un mundo que todavía lucha contra el Covid-19, ningún gobierno democrático puede ni debe aceptar tal condición.

En los últimos años, el FMI ha ganado un nuevo respeto con sus respuestas efectivas a las crisis globales, desde la pandemia y el cambio climático hasta la desigualdad y la deuda. Si se invirtiera el rumbo con las antiguas demandas de austeridad, las consecuencias para el propio FMI serían graves, incluida la menor disposición de otros países a comprometerse con él. Eso, a su vez, podría amenazar la estabilidad política y financiera mundial. Al final, todos perderían.