A 200 años de su aparición, la novela de Mary Shelley sigue hablando de temas que no están para nada cerrados. La dominación, la injusticia, la imposibilidad de la igualdad y hasta hay espacio para que aparezca el fantasma del colonialismo. Una historia que muchas veces el cine ha visitado –no siempre con felicidad- pero que, al igual que su protagonista se resiste a morir.

A pesar de su aparente simplicidad, Frankenstein es un texto muy rico, muy complejo, donde se han encontrado los más diversos motivos de discusión. Pero si no somos capaces de reparar en el tema de la desigualdad entre las personas, en la injusticia concebida como problema social, un tema que atraviesa el texto de una punta a la otra y que habita en su mismo corazón, todo lo demás carece de sentido.

No una sino dos desigualdades

Mi primer subrayado no es un subrayado de la novela, sino de un texto crítico de una historiadora cultural británica llamada Marilyn Butler. A nuestro juicio es el trabajo más notable sobre Frankenstein. Se trata de la introducción a una edición de bolsillo de la novela publicada por Oxford University Press en 1993.

“Es sencillo ver por qué influyentes lectores de Frankenstein, como Sterrenberg, Moretti y Baldick han desarrollado el argumento de que este oscuro Otro, la Criatura, representa las masas repolitizadas; también, por qué Mary Jacobus y Gilbert y Gubar se ven inclinadas a interpretarlo como mujer. La novela alegoriza los temas de la política y el género, y, por eso, necesitamos una explicación que abarque ambos términos. La representación estructurada de la desigualdad social, más bien de las desigualdades, es uno de los grandes temas de la literatura del período de la Revolución Francesa. Acaso especialmente en la escritura de mujeres, las muchas formas del prejuicio se consideran en conjunto, como síntomas de una crisis ética y cultural, no como un tema de clase o de género solamente.”[1]

Así es. En Frankenstein hay un verdadero despliegue del tema de las “desigualdades”, en plural. Dos desigualdades, de clase y de género, y habitualmente unidas. Quienes leímos la novela sabemos que en ella se discute sobre la igualdad y los derechos, y que se escenifican diversas situaciones de desigualdad. No son discusiones sobre política sino, más bien, discusiones sobre acciones concretas y situaciones dramáticas de los personajes que implican el problema de la desigualdad. También sabemos que el lenguaje de la crítica social de la época (Rousseau, Godwin, Paine, Volney) aparece en la palabra de los personajes: sobre todo en Víctor y el Monstruo.

Es el Monstruo quien suele acaparar toda la atención respecto de este tema. Lo habitual es concentrarse en la desigualdad filosófica u ontológica que plantean su condición anómala y el interrogante de su identidad. En efecto, se puede ver al Monstruo como una cifra del tema de todas las desigualdades.

Pero prefiero que no empecemos por el Monstruo. Mejor comenzar evocando situaciones, escenas y discursos directamente vinculados con la desigualdad social entre las personas, y en particular con la desigualdad planteada como diferencia económica, de clase o estatus. En la mayor parte de los casos, sin embargo, se verá que la diferencia económica se encadena sutilmente con la desigualdad de género. En una novela tan dominada por varones, es significativo que siempre estén apareciendo mujeres cada vez más desdichadas y borrosas en una especie de progreso al infinito de la desigualdad.

Tres historias de pobreza

Comencemos por recuperar tres historias de pobreza.

Los tres narradores de Frankenstein se remontan a sus orígenes para contar sus historias. Víctor Frankenstein empieza la suya hablando de sus padres. Ahora bien, la historia de su madre es, también, una historia de pobreza, la primera de la novela, si obviamos las referencias a las circunstancias de los marineros que recluta Walton para viajar al Polo.

El padre de Frankenstein, Alphonse, era un noble de Ginebra, que tenía un amigo llamado Beaufort (un nombre en que resuenan las palabras “bello” y “fuerte”).

2) “Uno de sus amigos más íntimos era un comerciante que de una posición floreciente, cayó, por una serie de infortunios, en la pobreza. Este hombre, que se llamaba Beaufort, tenía una personalidad orgullosa e inflexible y no toleraba la idea de vivir pobre y olvidado en el mismo país donde había sido distinguido por su elevada condición y magnificencia” (64).[2]

Este Beaufort, sometido a la pobreza, se exilió en Lucerna y murió de angustia. Fíjense cómo, en la historia de Beaufort, aparece la situación de la mujer. Durante el tiempo en que Beaufort cayó en desgracia, fue cuidado por su hija:

3) “Su hija lo cuidaba con extrema ternura; pero veía con desesperación que sus escasos fondos mermaban rápidamente y que no había en el horizonte otra fuente de ingresos. Pero Caroline Beaufort tenía un espíritu de naturaleza poco común; y su coraje vino a socorrerla en la adversidad. Se procuró un empleo de costurera; trabajó tejiendo paja; y por varios medios supo ganar un salario apenas suficiente para sobrevivir.” (27)

Cuando Alphonse llegó a buscar a su amigo, éste ya había muerto. Tomó a la hija de su amigo bajo su protección, y poco después Caroline Beaufort se convirtió en esposa de Alphonse y madre de Víctor.

La segunda historia de pobreza es contada por Elizabeth Lavenza, la prima y prometida de Víctor, en una carta. Está protagonizada por una mujer que lleva inscripto el tema de la Justicia y la Muerte en su nombre: Justine Moritz. Justine había sido una niña maltratada por su madre. Pasó a ser la sirvienta de Caroline Beaufort a los doce años, y acabó integrándose a la familia Frankenstein.

Su condición de criada es idealizada, por referencia a las costumbres republicanas de Ginebra. Es decir, la desigualdad se enmascara detrás de un discurso paternalista y progresista.

Escribe Elizabeth en la carta:

5) “Las instituciones republicanas de nuestro país han producido costumbres más simples y felices que las que imperan en las grandes monarquías que lo circundan. Por eso hay menos distinciones entre sus diversas clases de habitantes; y como las clases bajas no son ni tan pobres ni tan despreciadas, sus costumbres son más refinadas y morales. Un criado en Ginebra no es lo mismo que un criado en Francia o Inglaterra. Justine, incorporada de este modo a nuestra familia, aprendió los deberes de una criada; condición que, en nuestro afortunado país, no incluye la idea de ignorancia, ni un sacrificio de la dignidad del ser humano” (67-8).

Como personaje idealizado, Justine posee todas las virtudes: razón, moral y belleza.

6) “Es muy inteligente y gentil, bonita en extremo” (69).

Volveremos a decir algo sobre Justine después. Pasemos a la tercera historia de pobreza, la historia de la familia De Lacey. Esta familia tiene cuatro integrantes: el Padre ciego, la hija Agatha, el hijo Félix, y la prometida del hijo, la árabe Safie. Cuando el Monstruo se oculta en el cobertizo junto a unos granjeros descubre a estos franceses exiliados, que son como una comunidad rousseauneana idílica. Pero también descubre que eran infelices. El Monstruo, que ve la casa de los aldeanos como un miniparaíso, porque los compara con su situación, no entiende:

7) “¿por qué eran infelices estas nobles criaturas?  Poseían una casa deliciosa (pues así era a mis ojos) y todas las comodidades; tenían fuego para calentarse del frío; llevaban ropas excelentes; y más aún, gozaban de la mutua compañía y la conversación e intercambiaban a diario miradas de ternura y afecto. Entonces, ¿qué significaban sus lágrimas? ¿Expresaban dolor realmente?” (121)

Pronto comprende uno de los motivos y ayuda a solucionarlo poniendo a disposición de esta familia su fuerza de trabajo:

8) “Transcurrió bastante tiempo hasta que descubrí una de las causas de perturbación de esta adorable familia: la pobreza. Sufrían este mal en grado acuciante” (121).

En este momento, recordarán, el Monstruo los ayuda con trabajo: sin ser visto, y como un Prometeo moderno, les lleva leña para el fuego y limpia el camino. Describe estas labores serviciales que hacen felices a la familia con un chiste sobre la famosa metáfora de Adam Smith —la mano invisible—, que, puesta en boca del Monstruo, satiriza su autoesclavitud, ese trabajo que los De Lacey no perciben como trabajo:

9) “Temprano en la madrugada, antes de que ella se hubiera levantado, despejaba la nieve que tapaba el camino al establo, sacaba agua del pozo y metía la leña del exterior, cuya reserva, para su constante asombro, siempre encontraba renovada por una mano invisible” (123).

Pobreza y discriminación

Hasta aquí tres escenas de pobreza, que se articulan con otros temas de la desigualdad. Pero en la última historia, hay una historia adicional, que ingresa lateralmente, que es la historia de la árabe. Esta historia es una respuesta a la pregunta ¿qué hacen unos franceses progresistas, de cuna aristocrática (“noble familia de Francia”), exiliados en una cabaña de Alemania con una mujer árabe?

La historia está en el cap. 6 del Libro Segundo. La simplifico: al padre de Safie, el “turco”, lo encarcelaron en Francia, lo enjuiciaron y condenaron a muerte. Pero no era culpable, al parecer, de ningún crimen. Subrayo:

10) “La injusticia del veredicto era evidente” (132).

La cronología interna indica que esto ocurre después de la Revolución Francesa, en plena reivindicación de los derechos universales del hombre. Entonces, ¿qué pasó? ¿Por qué lo encarcelaron?

11)  “Se creía que su religión y su riqueza, y no el crimen que se alegaba en su contra, había sido la causa de su condena” (132, 133).

Felix se ofreció a ayudarlo. El turco, a cambio, le prometió a su hija, que atraía a Félix. Los convictos se escaparon, con la complicidad de todos los De Lacey. Pero pronto se reveló que el “turco” también estaba atravesado por la cuestión de la desigualdad. Escuchen el subrayado:

12) “El turco dejó que esta intimidad [entre Félix y su hija] creciera y avivó las esperanzas de los jóvenes amantes, pero en su corazón había elaborado un plan distinto. Detestaba la idea de que su hija debiera unirse a un cristiano…” (135)

Evidentemente, la novela nos pone ante la situación en que la víctima se transforma en victimario, y nos obliga a replantear el esquema ético. La hija del “turco”, a su vez, era hija de una madre “cristiana” que había sido privada de su libertad:

13) “los turcos habían capturado y vendido como esclava” (134).

Lo que la había salvado no había sido ningún acto de justicia, sino que su belleza despertara el interés del “turco”. Esta mujer representa lo contrario de lo que representa el “turco”, como se ve en las enseñanzas que brinda a su hija:

14)  “educó a su hija para que buscara la independencia de espíritu” (134).

En Francia, encerraron al padre y la hermana de Félix, cuando se supo su complicidad. Se juzgó a los De Lacey, se les quitó toda la fortuna y se los exilió para siempre. Allí está la explicación de su residencia en la choza donde los descubre el Monstruo.

En cuanto a Safie, haciéndose eco de las enseñanzas de su madre, decidió no volver a su país y escaparse de su padre, en busca de Félix (cuidado: si bien Félix no es el “turco”, parece repetirse la historia de su madre…).

Aquí, aparece algo minúsculo pero intenso en su pequeñez: Mary Shelley incluye una historia sin desarrollar, una especie de pequeño eco del tema de las desigualdades. Safie huyó, en busca de Félix, con una asistente que le hacía de intérprete. No sabemos la historia de la asistente, pero sí sabemos que se enfermó y se murió.

15) “Habían llegado a salvo hasta una ciudad a veinte leguas de la cabaña de los De Lacey, cuando la asistente se enfermó de gravedad. Safie la cuidó con el afecto más devoto; pero la pobre muchacha murió y la árabe se quedó sola…” (136)

Como decíamos, siempre hay en Frankenstein una mujer más desdichada y borrosa, en una especie de progreso al infinito de la desigualdad. La asistente es una de ellas, quizás la más borrosa y lejana de todas.

En la historia del “turco”, Safie y los De Lacey aparecen también pequeñas escenas judiciales, la del juicio arbitrario y xenofóbico del turco y del castigo al exilio y la pobreza de los De Lacey. Hay otras dos grandes escenas de juicio, una al final del libro primero, la otra en el libro tercero, que involucran el problema de la desigualdad. Hay dos porque están pensadas para que se lean en espejo, una comparada con la otra. Una es la escena judicial por la que se condena a muerte a Justine, atribuyéndole la muerte del niño William Frankenstein; la otra es la escena en que se exonera a Víctor Frankenstein de la muerte de Clerval. Los dos admiten ser culpables, sólo que Justine no lo es, porque sabemos que la incriminó el Monstruo como Rousseau a Marion. En cambio, Frankenstein, en cierto modo, sí lo es, y de ambos crímenes, porque ambos fueron cometidos por su criatura.

Pero, ¿qué pasa en estos casos? Dos cosas distintas. Sólo condenan a la criada. Son escenas amplias, con mucho espacio narrativo y con representación del espacio carcelario. No puedo detenerme en ellas, aunque están colmadas de detalles jugosos. Pero quiero subrayar el pensamiento que tiene Alphonse cuando ve a su hijo en la cárcel vip de Escocia. Escuchen:

16) “una cárcel no puede ser la residencia de la alegría”.

La novela no registra un pensamiento parecido sobre el calabozo de Justine.

La criatura aprende a hablar… francés

A través de los exiliados franceses, la novela y el Monstruo incorporan el lenguaje de la crítica social de la época respecto de la desigualdad entre personas.

Entre las ciencias de la novela se cuenta el lenguaje. El Monstruo lo llama “ciencia divina”:

17) “Poco a poco llegué a un descubrimiento todavía más importante. Hallé que estas personas poseían un método para comunicarse experiencias y sentimientos mediante sonidos articulados. Percibí que las palabras que decían a veces producían placer o dolor, sonrisas o tristeza, en los ánimos y expresiones de los oyentes. Ésta era en verdad una ciencia divina y deseaba conocerla con ardor.” (122)

Y el Monstruo aprende esta ciencia, que sirve para comunicarse pero también para producir cambios anímicos en las personas y transformar su perspectiva sobre lo que ven. Lo aprende a través de los De Lacey, a quienes espía. La lección principal la recibe cuando Félix le enseña a la extranjera Safie el francés. Usa el libro Las ruinas de los imperios, una obra de tendencia ilustrada, crítica de la religión y las monarquías, crítica de la desigualdad. Su autor, el conde de Volney, es una figura próxima, en términos ideológicos, a la caracterización del viejo De Lacey. Como él, Volney fue un noble progresista en la época de la Revolución Francesa.

Como se sabe, el Monstruo es, entre otras cosas, una especie de parodia de los relatos filosóficos empiristas que narran la construcción de la subjetividad por la adquisición de ideas en la experiencia. Y lo muy simpático es que el Monstruo va marcando, como un buen científico, la progresiva adquisición de saberes, hasta que llega al último saber, que lo conduce a pedirle una “hembra” a Víctor Frankenstein.

¿Qué saber es ese? Retengamos la pregunta.

En esa cadena de adquisición de saberes, el aprendizaje del lenguaje viene con regalo. Volney le enseña la lengua francesa con toda su carga cultural. Se educa, a través de ese libro, en lo que el Monstruo llama “el sistema de la sociedad humana” y, naturalmente, el problema de la justicia y la desigualdad.

Así, por ejemplo, dice que por Volney supo “del descubrimiento de América”. Y hay una frase genial acá, que subrayo, porque inesperadamente nos toca:

18) “Supe del descubrimiento del hemisferio americano y lloré con Safie por el triste destino de sus primeros pobladores.” (129).

Es una pequeña pincelada sobre el genocidio que supuso la conquista, aunque probablemente no aluda a España sino al hombre blanco en el norte, ya que después habla de las “desiertas llanuras de Sudamérica”. Este momento del aprendizaje con Volney es muy relevante para visualizar la presencia de dos desigualdades unidas, ya que el Monstruo clandestino aparece identificado con la doblemente exiliada mujer turca.

A través de Volney, el Monstruo aprende teoría social. Aprende:

19) “de la división de la propiedad, de la riqueza inmensa y la pobreza escuálida; del rango, el linaje y la sangre noble” (130).

Esto es importantísimo. Piensen en qué parte del texto está este fragmento. Habría que agarrar el libro y mirar bien, porque es importantísimo. Esto está en el momento climático de la formación del Monstruo. Hay un pasaje absolutamente central a este respecto:

20) “Aprendí que la posesión más estimada por tus semejantes es un linaje largo e incorrupto unido a riquezas. Un hombre podía ser respetado teniendo una sola de estas propiedades; pero si no tenía ninguna, era considerado, salvo raras excepciones, un vagabundo y un esclavo, y quedaba condenado a gastar sus fuerzas para provecho de los pocos elegidos.” (130)

Este es un pasaje central porque es aquí que el Monstruo, dirigiéndose sobre su persona, aplica estos saberes sobre sí. Con Volney, se convierte en una especie de versión ontológica del problema de la desigualdad y la justicia social. Subrayemos:

21) “¿Y qué era yo? De mi creación y mi creador no sabía absolutamente nada; pero sabía que no tenía dinero ni amigos ni propiedad alguna. Además, estaba dotado con una figura deforme y repugnante; ni siquiera tenía la misma naturaleza que el hombre. Era más ágil que él y podía subsistir con una dieta más magra; resistía el frío y el calor extremos con consecuencias más leves para mi organismo; mi altura superaba mucho la del hombre. Cuando miraba alrededor, no veía ni escuchaba a nadie como yo. ¿Era yo un monstruo, una mancha sobre la tierra, de quien todos huían y a quien nadie reclamaba?” (130)

Se ve claro en este pasaje que la desigualdad absoluta que experimenta el Monstruo está articulada con su conceptualización de la desigualdad social en el lenguaje crítico de Volney.

Igualdad, semejanza, diversidad: una hipótesis final

Hay un movimiento abismal en la lógica del diálogo entre Víctor Frankenstein y el Monstruo, después de que este le cuenta su historia y le pide que le cree una “hembra”. Diríamos que se nos quiere mostrar el error de equiparar igualdad y semejanza. Esta escena es interesante, porque Mary Shelley parece inscribir en sordina el problema de la desigualdad de género, pero como si un derecho fuera tapado por el otro.

Respondamos la pregunta que dejamos picando más arriba. ¿Cuál es el último aber que adquiere el monstruo, antes de que todo naufrague y se entregue a la destrucción y la venganza del creador? La experiencia del Monstruo lo ha llevado a concluir que los “sentidos” del hombre forman una barrera insalvable entre su condición y la condición humana. Con “sentidos” se refiere, desde luego, al sentido de la vista y el rechazo automático que genera su imagen.

Reconoce que siente el deseo de ser aceptado:

22) Si cualquiera sintiera por mí benévolas emociones, se las devolvería multiplicadas en cientos de miles; ¡por semejante criatura haría las paces con toda la especie! (156)

Pero “sabe” que esta posibilidad está cerrada:

23) “Pero ahora caigo en sueños de santidad que no pueden realizarse” (156).

Esto significa que, de su experiencia, concluye que no puede haber igualdad entre él y los hombres, porque no hay “semejanza” entre ellos. El abismo surge cuando el Monstruo razona con la misma lógica de la semejanza que lo ha dejado fuera de la comunidad humana y solicita a Víctor Frankenstein que cree a una Eva para este Adán, repitiendo el relato fundador de la religión monoteísta como Patriarcado. En esto es imperativo, y funda la fuerza de su pedido en lo que considera su “derecho” y en la fuerza superior que posee. Aquí, para deleite de todes, un festival de subrayados:

24) “Debes crear para mí una hembra con la que pueda intercambiar esas simpatías necesarias a mi ser.” (155).

25) “El hombre no se asociará conmigo; pero una deforme y horrible como yo no se me negará. Mi compañera tiene que ser de mi misma especie y tener los mismos defectos” (154).

26) “Es cierto, seremos monstruos, estaremos excluidos del mundo; pero eso nos unirá más.” (156)

27) “abandonaré la vecindad del hombre… Mis pasiones malignas habrán huido, porque habré encontrado simpatía” (157).

Es decir, el “razonamiento” del Monstruo replica el fundamento erróneo que impide su inclusión entre los hombres y que le quita sus derechos.

La “hembra” que el Monstruo solicita, la Monstrua, debería sentir amor por su igual, en cuanto que igual. ¡Una locura! Es decir, sin importar quién sea, cuál sea su drama, su situación histórica y personal, el razonamiento de la semejanza anula el de la igualdad.

La no coincidencia entre el deseo del Monstruo y el de su futura novia está escenificada en varias versiones cinematográficas, famosamente en La novia de Frankenstein (Whale, 1935), pero también en la reciente serie Penny Dreadful, en la que un nuevo Frankenstein le crea una Monstrua al Monstruo, pero esta lo rechaza y se une, en un gesto emancipatorio, al dandy amoral Dorian Gray y encabeza una rebelión femenina en Londres a fines del siglo diecinueve.

El diálogo entre Victor Frankenstein y el Monstruo después de su pedido es un diálogo sobre los derechos particulares del Monstruo y sobre la forma de conseguir su cumplimiento y sobre sus consecuencias posibles. Pero ninguno de los varones reflexiona sobre los derechos ¿futuros? de la Monstrua.

La creación de una “semejante” que reclama el Monstruo es presentada por él como un derecho. Es su cahier de doléances. Dice que es:

28) “un derecho que no pueden negarme” (155).

Cuando Víctor Frankenstein siente renacer la repugnancia que le produce ver al Monstruo, no obstante, apela a los límites que le impone su obligación moral, en un monólogo que seguramente gana lectores para su causa:

29) “aun no simpatizándome, no tenía derecho a retener la pequeña porción de felicidad que podía concederle” (158).

Después de reflexionar, Victor Frankenstein concluye que debe acceder y cumplir ese “derecho”. Sus términos son los siguientes:

30) “concluí que la justicia debida tanto a él como a mis semejantes me exigía acceder a su pedido” (158).

Pero, pero, pero… Esta escena es un pacto entre hombres, en cuanto varones que hipotecan la existencia de la mujer para conservar en sus condiciones presentes la especie humana. Acá viene un subrayado muy importante:

31) “Accedo a tu demanda, si juras solemnemente dejar para siempre Europa y todo otro lugar que esté cerca de los hombres, tan pronto como yo ponga en tus manos una hembra para que te acompañe en el exilio” (158).

Este es el pacto que sellan en el mar de hielo, en el espacio de lo sublime: yo te entrego (“pongo en tus manos”) una “hembra” y vos te exilias con ella para siempre.

La reacción vacilante de Víctor Frankenstein se instala precisamente en ese abismo del razonamiento sobre los derechos humanos. La víctima de la desigualdad replica la lógica de la semejanza y se coloca en el lugar del amo, asumiendo respecto de su propio drama una resolución individual, revestida de razonamiento igualitarista.

Con ese pacto, tanto Frankenstein como la Criatura aceptan el estado del mundo, y forjan un pacto espurio entre ellos que, además de generar una nueva víctima, la HEMBRA, dejan latente la posibilidad de una guerra entre dos especies enemigas.

La primera reacción de Frankenstein había ido en esta segunda dirección:

32) “¿debo crear otro como tú para que unidos en su perversidad asolen el mundo?” (155)

Y luego, cuando rompe el proyecto de la hembra, una escena sobre la que se ha escrito mucho, porque es una escenificación de la destrucción del cuerpo femenino, lo hace porque razona:

33) “aun cuando dejaran Europa y habitaran los desiertos del nuevo mundo, uno de los primeros resultados de esa simpatía que el demonio tanto ansiaba, serían los niños, y una raza de diablos se propagaría por la tierra, convirtiendo tal vez la existencia de la especie humana en un estado precario y lleno de terrores.” (180)

34) “¿Tenía derecho a imponer esta maldición sobre generaciones futuras en mi propio beneficio?” (180)

¿No es maravilloso? Mary Shelley, en esta novela de hija de militantes, vuelve sobre el problema que había ocupado a sus padres, el problema de la justicia política y la justicia social en la sociedad humana, y la cuestión de la “desigualdad entre los hombres (y las mujeres)”, montando un espectáculo dramático sin precedentes. En primer plano, como un tema que recorre todo, instala la cuestión general de la desigualdad entre los hombres, que el Monstruo lleva a un plano ontológico, porque se revela como la encarnación de lo desigual, esto es, lo que se reconoce como alteridad. Pero a medida que instala esa desigualdad, la liga con la desigualdad entre hombres y mujeres. Y al final, esta es nuestra hipótesis, lleva incluso a oponer estos dos derechos, mostrando la insuficiencia de que se imponga uno solo, y el error que consiste en equiparar la igualdad con la semejanza o la identidad.

Nos deja ante el espectáculo de la ruina del sistema, pero con el problema totalmente expuesto, con todas sus piezas exhibidas sobre la mesa, ¿verdad?

Cierro con un subrayado de Butler, un comentario sobre lo que pasa después de que el Monstruo destruye a la Eva de Víctor, Elizabeth Lavenza:

35) “En los hechos estas uniones, heterosexuales pero muy fuera de lo común [la del Monstruo con la Monstrua, la de Víctor con Elizabeth], quedan truncas por la muerte violenta de ambos miembros femeninos antes de que la consumación pueda tener lugar. El resto del tercer volumen puede ser leído como una negra parodia homoerótica en la cual el hombre persigue al hombre en un mundo donde todas las mujeres amadas están muertas o ausentes, y ninguna otra puede suplantarlas” (xliii).

[1] Marilyn Butler, “Introduction”, en Mary Shelley, Frankenstein. 1818 Text, Oxford: Oxford University Press, 1993, p. xlv.:

[2] Todas las citas corresponden a Mary Shelley, Frankenstein o el Moderno Prometeo, trad. Jerónimo Ledesma, Colección Colihue Clásica, Buenos Aires, Colihue, 2006.