Ganador del premio Clarín en 2016 con “El Canario”, utilizó su discurso para solidarizarse con sus compañeros despedidos de la Biblioteca Nacional. Eso convirtió a su novela en una suerte de libro fantasma, al cual nadie reseña. Fotos: Rafael Calviño

Carlos Bernatek (Avellaneda, 1955) es una rara avis en el panorama literario local. Puso en el mapa a la ciudad de Santa Fe como epicentro, donde vivió muchos años y conoce como nadie los pequeños resortes que hacen a la vida en la capital provinciana. En La noche litoral (2015) y Jardín primitivo (2017, ambos publicados por Adriana Hidalgo), Bernatek recrea a través de la figura de Ovidio Balán a una suerte de superviviente agudo, iconoclasta, un outsider siempre en el límite existencial pero con una historia que lo asocia a los sectores más pudientes de la ciudad. Así, la voz de Ovidio irá desnudando la hipocresía y miserias urbanas en una espiral satírica donde el grotesco parece no detenerse nunca.

Entre estas dos obras, Bernatek ganó el Premio Clarín de Novela 2016 con El Canario, distinguido por un jurado en el que se contaban Sylvia Iparraguirre, el cubano Leonardo Padura y el español Juan José Millás. Bernatek subió, agradeció, dedicó y se solidarizó con sus compañeros despedidos de la Biblioteca Nacional además de recordar la labor que debería cumplir el Estado en cultura. La novela no se vio reseñada por ningún otro medio que no fuera Clarín ni exhibida en las principales librerías. Se convirtió en un “libro fantasma”. Curioso premio en un país casi sin certámenes literarios, al que no se le puede negar transparencia, pero que en lugar de difundir a sus coronados los boicotea. Casi una historia de Bernatek.

No importa demasiado, a fin de cuentas. Será otra historia para el Ovi, esa mezcla políticamente incorrecta entre el Erdosain arltiano e Ignatius Reilly, el protagonista de La Conjura de los Necios, un ácrata distópico del siglo XXI. Ese excedente de la sociedad capaz de sobrevivir a lo que sea.

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“El Carne Boba, con las limitaciones que le ocasionaban los golpes de su pasado en el ring, sostenía:

-Es injusto meter a todos en la misma bolsa. Porque está el negro gauchito, el que te ayuda, que te da una mano sin esperar nada a cambio, y está el cagador, como en cualquier clase social.

A lo que Cachete, desdiciendo su pasado socialista, replicaba:

-No existe el negro-gauchito, Carne. Eso es una fantasía indulgente. A la larga, son todos cagadores… dales tiempo. Lo que más bronca me da de estos negros cabeza, es que no saben distinguir entre el aliado y el enemigo.

-¿Y quién vendría a ser el aliado? –preguntó el Carne con supuesta ingenuidad.

Cachete quedó callado un instante como si reflexionara sobre sus propias dudas, sobre aquello que repetía sin analizar, como si Sarmiento, con el famoso ‘no ahorre sangre de gaucho’, hubiera agotado el tema.”

(…)

 

“En lo personal, yo muchas veces no me sentía distinto, ni me asombraba por repetir lo mismo que cualquier gringo bruto o culto, esa retahíla de supuestas verdades de la inmigración. Y todo esto sin considerar que somos provincianos, que ni siquiera somos soretes de altura como los porteños: el ser humano es tan hijo de puta que siempre encuentra uno más abajo para mearlo desde arriba, por simple gravedad, o al menos para culparlo del mundo injusto que le endilgaran las cagadas ajenas. En el curioso raciocinio de la clase media sin hacienda, el pobre es siempre culpable. En mi situación, por esos albures del destino, se me daba por ver las cosas desde otra vereda, sin siquiera pertenecer a esa otra vereda. Eso siempre define a la clase media: puede apropiarse de las frases del aristócrata, porque no le da el cuero para apropiarse de sus bienes.”

Jardín primitivo, pags. 248-249

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“Los libros surgen a partir de un cuento de unas veinte páginas que leí en distintos lugares. Invariablemente, y para mi propia sorpresa, la gente se mataba de risa. Creo que quienes escuchaban veían en ese esperpento algo horroroso, un elemento insólito, tan repugnante que sólo podía ser digerido a través de la risa. Ese cuento no tenía nada que ver con lo que yo escribía, y me di cuenta que ahí había algo, una materia candente que daba para más. Lo que más claro tenía era la voz del narrador, o sea que tenía más claro el discurso antes que la trama de la novela. Y me pregunté: ¿de dónde viene ese discurso? La respuesta surgió sola. Era el discurso del mediopelo santafecino.”

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“Hay algo de Santa Fe que me coloca en una situación de proximidad que me resulta fascinante. Por ser la provincia de las primeras colonias agrícolas, en un terreno donde no había nada de golpe aparecía un pueblo. Esa fantasía de la fundación de una ciudad donde no existía nada, nos habla de un antes muy cercano, porque son ciudades que como mucho tendrán 120 o 150 años, no cuatro siglos. La raíz del origen de gente que decide ejercer un contrato para convivir bajo un mismo ejido, siempre me pareció atractiva. Sobre todo por las diversidades que convergen. La cosa de los pueblos es muy fuerte. Hay elementos que están muy frescos y no han terminado de coagular en el tejido social. Siempre hay un relato blanco y otro negro en la fundación de los pueblos. Prevalece el blanco, pero el real es el negro.”

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“Hay un pueblo que lleva el nombre de un tipo que no fue. Hay una localidad que le brinda tributo a su pionero, el tipo que llevó adelante el trazado del pueblo y todas esas cosas: Romang. Mucho tiempo después se supo que el señor Romang se timbeó los documentos en el barco que lo trajo al país porque tenía antecedentes penales en Europa. En una borrachera aprovechó y se hizo con los documentos de otro. De modo que el pueblo lleva el nombre de alguien que nadie sabe quién fue.”

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“Esperanza es un claro ejemplo de expansión. Muestra una multiplicidad increíble de gente: judíos, alemanes, italianos, criollos, árabes… En la plaza central hay dos iglesias enfrentadas: la católica y la protestante. Hubo un caso histórico, en el que una chica que no recuerdo si era católica o protestante se puso de novia con un muchacho de la religión inversa. Como ninguna de las dos iglesias les daba cobijo, se casaron en la plaza del pueblo, a una distancia equidistante de ambos templos. Y tuvieron que hacerlo delante de todo el pueblo para que la boda fuera convalidada. Una historia preciosa… Pero también hay historias terribles.”

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“La construcción de la personalidad (creo que identidad no es el término adecuado) de ese argentino que llega como inmigrante pasa por varias instancias: encontrarse con que las condiciones prometidas antes de su arribo nunca se verán cumplidas; debe llevar adelante una cruzada en la que tendrá que interactuar con el indio, con el gaucho, con comunidades de otros extranjeros que aún existen; en definitiva, debe crearse una realidad desde la nada, en una situación muchas veces peor que la que abandonó. De ese menjunje sale algo de lo que somos, algo que no termino de descifrar nunca y que pasa por el lugar común, el prejuicio, la xenofobia, pero también por cierta mirada solidaria, ciertos aires progresistas. Por todas estas cosas los pueblos se ofrecen como un verdadero laboratorio antropológico. No hay que ir tan lejos en la historia para encontrar todo eso al alcance de la mano”.

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“La ciudad de Santa Fe potencia todo eso, con el agravante de creerse patricia y colonial. Es la capital sin ser la ciudad más importante de la provincia. El crecimiento de Santa Fe siempre se vio obturado porque ese mismo patriciado se negó a industrializar la ciudad. Tuvo algunos intentos, como cuando se instaló la FIAT; pero después se fue y nunca se extrañó la industria. De ahí que exista una prosapia decadente, de poca guita, de gente que vivió de los apellidos de los constituyentes. La aristocracia, que siempre es sospechosa (los Anchorena eran tamberos), en Santa Fe tiene esa particularidad: la cuestión histórica, la ciudad de la Constitución y la posesión de la tierra, que se va fraccionando a medida que mueren los mayores. Sólo quedan apellidos sin tierras, sin nada. Apellidos dobles, eso sí.”

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“Hay algo que regresa a mí con mucha carnalidad, que es la Santa Fe de los ’70. La ciudad eufórica, de los cines, la cultura, el arte. Una especie de florecimiento que se apagó tan pronto como llegó la dictadura. Más allá de los que quedaron vivos y los que tuvieron la suerte de escapar, hubo un gran apagón cuyas consecuencias se pagan hasta hoy. Vivirlo fue muy contundente. La represión allí tuvo un nivel de crueldad, de sadismo, increíble. En mis libros evoco casos concretos, como el de Silvia Suppo, esa militante de Rafaela que era una chiquilina cuando la secuestraron y violaron. Finalmente la asesinaron de nueve puñaladas a plena luz del día en el 2010. Fue la primera en denunciar a un juez por ir a un campo de concentración. Esos son los coletazos por los que aún atraviesa Santa Fe.”

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“Ovidio es el hijo de un inmigrante sirio-libanés que tiene una tienda y viene de un pueblo. Hasta ahí describo el mismo periplo que tuvo Saer. La diferencia es que se educa en un colegio donde hay hijos de esa aristocracia decadente y gente poderosa. Comparten un mismo techo. No vienen de lo mismo ni tendrán el mismo final. Eso en Santa Fe se da muy seguido. Entonces, el espectro cultural que cubre tanto al hijo de inmigrantes que no tiene nada como al del terrateniente, es el mismo. El día de mañana la aspiración del más pobre es hacer negocios con el otro. Ovidio sostiene un discurso reaccionario, pero a la vez no tiene dónde caerse muerto. También se da cuenta de que el trabajo no sirve para nada, “es una estafa”, define. Descarta la noción básica de todo inmigrante, basada en esfuerzo, sudor, sacrificio… Busca caminos alternativos, pero tampoco le interesa hacerse rico. A veces quiere imaginar que existe la posibilidad de un mundo mejor, pero se da cuenta de inmediato que ese mundo mejor es un engaño.”

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“Lo que importa, en definitiva, es la representación a través de la mirada del otro, del de afuera. Y en los pueblos es más notable porque quien mira no es cualquiera, es alguien a quien se le conoce el pedigree a la perfección. La cercanía con el poder es manifiesta: no hace falta imaginar quién es el gobernador o el intendente porque uno lo ve tomando un café o uno puede comer con un consejal. Esa proximidad es engañosa, no constituye ningún beneficio. El poder sigue siendo el poder, aunque te tutee o te llame por tu nombre. Llegado el momento te va romper el culo igual que si no lo conocieras.”      

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“El “Quía” es un personaje real. Un tipo que trabajó veinticinco años en un banco, llegó a tesorero y un día desaparece con tres millones de dólares. Vuelve, cumple su condena y sale; sigue viviendo en su casa de siempre. Jamás se supo que pasó con la guita. El tipo que rompe las reglas haciendo lo más obvio, es decir, “trabajo con plata y entonces me la llevo”, suscita dos miradas: por un lado la envidia, por otra admiración. Ocurre que cuando el robo es una coima empresarial, anónima, es muy distinto a cuando todas las fichas están puestas sobre un tipo que tiene cara, que se sabe dónde vive, que toda la gente identifica. La revelación es muy fuerte. El rechazo no tiene que ver con el acto deshonesto o delictivo, sino más bien por haber usurpado la confianza que debía haber generado un personaje como él. Y además, el Banco. El tipo hizo saltar a una de las catedrales del capitalismo. Eso es imperdonable…”

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“Por otra parte, el primer comentario que se escuchó fue: ‘¡Qué capo! ¡Qué bien la hizo!’ En la novela el Quía es casi reverenciado como un gurú, se lo trata con respeto, y es un poco así la imagen que se proyecta en la realidad. Porque por otro lado, esa guita que se roba es innominada, no es de nadie, parece que estuviera flotando en la estratósfera y alguien tiene la viveza suficiente como para tomarla y cambiar de vida. Nunca se plantea cambiar de vida sin robar. Quizá, porque como dice Ovidio, ‘el laburo es una estafa’”.