Logró encontrar una manera de reunir al folclore con la música clásica en busca de un sonido argentino. En esta entrevista Alberto Ginastera reflexiona sobre la situación del artista latinoamericano y de las exigencias del compositor actual.

El estreno de su ópera Bomarzo, basada en la novela de Manuel Mujica Láinez tuvo su momento de escándalo en la década del 60. Pero detrás de ese episodio hay una constante búsqueda por unir tradiciones y encontrar una forma musical propia de esta parte del mundo.

-¿Cuáles son para usted los problemas más importantes a que se enfrenta el compositor el día de hoy?

– Hay ejemplos en la historia de la música que hablan de todos estos problemas, a los cuales podemos agregar todos los problemas contemporáneos. En principio el compositor actual, como todo artista, lo que necesita es profundizar su arte en lo que para nosotros es “el oficio”. Lo exigí siempre a mis alumnos. No podían empezar un curso conmigo, sin poseer una profunda base académica. Una vez que el compositor ha llegado a dominar su técnica, el segundo problema es encontrarse a sí mismo, tal como sucedía en la época medieval; había: el oficio, el aprendiz y el maestro. Esto subsiste hoy: el aprendiz pasa a ser un oficial. Entonces, el oficial debe encontrarse. Es necesario interrogarse: -¿Qué es lo que  hago? ¿Para quién lo hago? ¿Cuál es mi función? Entonces, éste es un problema bastante grave porque –como también se lo he dicho a mis discípulos- hay que saber mirar hacia dentro. Una vez que uno ha mirado mucho hacia fuera uno tiene que mirarse hacia dentro. Tratar de reencontrarse. Y luego el tercer problema: ¿Cuál es su función dentro de la sociedad? Es grave, porque pocos gobiernos, algunos de ellos no muy democráticos, son los que piensan realmente cuál es la función del artista en la sociedad contemporánea. Pero éste no es sólo un problema del artista, sino también de todos aquellos que dirigen las actividades culturales: tratad de que el compositor sirva también a la sociedad. Por otra parte: un compositor que tenga los medios necesarios puede escribir sus obras y guardarlas en un cajón de su escritorio, pero esto sería egoísta. Yo creo que el artista debe ser un exponente de una sociedad, exponente de un pueblo, exponente de una cultura determinada; y entonces, tiene que tener comunicación con su pueblo y si es posible salir de los límites territoriales de su país, ser el exponente de su propio pueblo frente a los otros pueblos.
Cuando escuchaba las obras de mi gran amigo Carlos Chávez o lo mismo al oír el Huapango, de Moncayo, con todo su color local, recibo un mensaje, tal como le sucede al público. Lo mismo al escuchar Sensemayá: estamos frente a exponentes de una cultura determinada y esta cultura tiene la suficiente fuerza para expandirse, no solamente dentro de los límites de un país, sino de una manera universal. Ahora, ¿qué es lo que hay que hacer para ello? Un compositor lo que necesita es que sus obras se toquen, que pueda vivir de su composición. Puedo hablar de esto porque durante muchos años hasta que me jubilé en Argentina, era un poco un compositor de fin de semana.

-Como Mahler.

-Exactamente… Y uno tiene que ganarse la vida. Entones, el estado puede ayudar de tantas maneras, por ejemplo: encargando obras. En México, que tiene tantas orquestas, supongo que habrá un plan para que todos los compositores puedan escribir obras o escribir para los grupos de cámara. En este momento comienza un gran desarrollo de la educación musical en todo el mundo. Y digo comienza porque asistí en los Estados Unidos a los principios más remotos, cuando los compositores serios me decían: -¿Por qué está usted interesado en estos problemas? Y hoy todo el mundo quiere escribir para los conjuntos de jóvenes. Aunque siempre existe el gran problema casi metafísico de la creación, yo creo que se podía ayudar al compositor por lo menos a solucionar los problemas más elementales.

-Para el compositor latinoamericano, esto es particularmente difícil; usted mismo lo acaba de señalar, al hablar de la relación compositor-sociedad. Por otra parte, indudablemente el uso de referencias a núcleos nacionales, sigue siendo muy debatido. ¿Cuál es su posición al respecto?

-Su pregunta abarca toda una conferencia. Lo he visto en mi propio país donde todo ha sido muy complejo. Los compositores del siglo XIX han querido dejar de lado, un poco por vergüenza de un subdesarrollo cultural, todo un gran tesoro que es el patrimonio propio de un pueblo e imitaron las formas europeas en boga. Contrariamente a esto, ciertos compositores extranjeros se dedicaron –por ejemplo. en la Argentina- a usar esos temas para tener una categoría nacional. Pero: ¿cómo los usaron?, con unas técnicas totalmente europeas. Entonces hubo una especie de invasión de la cosa nacional por el elemento extranjero, lo que vino –en cierto aspecto- muy bien, porque muchas veces se descubrió que había posibilidades interesantes. Ahora ya estamos ante otro problema, creo que el elemento puramente folclórico es de museo. Y no se sorprenda por esto que le digo, porque es un elemento con el cual tratan los musicólogos: lo codifican y lo guardan, como se guardan estatuas, grabados o tantas cosas. Pero… el compositor no debe de ninguna manera aislarse de un mundo que es suyo. Me siento muy argentino y sin embargo digo que soy un hombre del Mediterráneo, nacido en Buenos Aires. Porque mis abuelos por parte de mi padre eran catalanes y por la de mi madre lombardos, del norte de Italia. Sin embargo, yo ya soy un argentino de segunda generación que siente profundamente su país. Pero, no lo siento de una manera gráfica, sino en forma muy íntima, medular; y entonces, es ahí donde veo que aquel término de “recreación del folclore” es siempre necesario. ¿Por qué? Desde luego… si uno lo siente. Debo decir que yo lo siento profundamente y no sólo en un sentido argentino sino que –viviendo desde hace diez años en Europa- en el de América en general. Creo que América tiene aún mucho que darnos, pero no la América turística sino una América profunda o una América que nos una a todo lo grande. Sobre todo a ustedes los mexicanos que tienen grandes monumentos de la cultura precolombina. Creo que con el tiempo la visión mía se ha ampliado, se ha extendido en ese aspecto. Fíjese cómo esas cosas que uno ha visto en la niñez, que ha sentido que le han interesado, se reflejan, ¿no es así? Y este Popol-Vuh es una obra sinfónica acerca de la primera parte, o sea, la creación del mundo americano. Así que… es una cosa que está dentro de uno; lo que hay que evitar es el folclorismo simple, epidérmico, y sobre todo la cosa comercial que en nuestros países causa tantos males. Por el contrario: en mi última Sonata para cello, que escribí para mi mujer, Aurora Nátola, quien es una gran cellista, y que ella acaba de estrenar hace poco en Nueva York y Buenos Aires, termina la obra con un “Carnavalito”. “El Carnavalito” es una danza quechua del norte argentino. Entonces mucha gente se ha asombrado. ¿Por qué un “Carnavalito”? Y… ¿Por qué una danza alemana en la obra de Bach? O rumana en Bartók.

-Esta visión ya era perceptible, gradualmente, en algunas de sus obras. El proceso es muy claro: el uso de esencias rítmicas y de ahí, el paso hacia sonidos no temperados. Como en la Cantata para la América mágica, en sus óperas o en el mismo Concierto para violín, donde el sonido no temperado se usa con frecuencia. ¿Cómo se ha desarrollado en usted el interés hacia esos materiales, mismo que por otra parte se reuniría también con el universo sonoro de los materiales étnicos, paradójicamente?

– Es algo que  siento desde la niñez, porque tenía doce o trece años y salía en el diario La Prensa, de Buenos Aires, una versión bastante poética del Popol-Vuh, realizada por Capdevila –un escritor conocido, muy célebre en ese momento- y yo guardaba los recortes. Pasan cincuenta años y estoy escribiendo en ese momento para la Orquesta de Filadelfia, por encargo de la misma, una obra orquestal que se llama Popol-Vuh. Fíjese cómo esas cosas que uno ha visto en la niñez, que ha sentido que le han interesado, se reflejan, ¿no es así? Y este Popol-Vuh es una obra sinfónica acerca de la primera parte, o sea, la creación del mundo americano.