La banda sonora de nuestras vidas, sí, y de medio mundo no solo occidental. Solo que multiplicada y potenciada por cien. Hecho con enorme maestría, el documental de Tornatore es también un retrato conmovedor, una historia de la cultura y un tratado que termina de dinamitar las barreras de lo culto, lo popular, lo masivo. Esta nota suplica a los lectores que intenten ver la peli, aunque salga de cartelera.

Se suele decir y repetir –con absoluta justicia poética- que ciertas músicas forman parte constitutiva y querible de la banda sonora de nuestras vidas. Muchas tienen que ver con nuestra infancia –incluye jingles televisivos y las melodías más absurdas, o hasta las que rechazamos-. Otras tienen que ver con el amor o los viajes o los padres. Otras con la historia colectiva y nosotros en ellas. Las puede haber no necesariamente bellas o reconfortantes. En el caso del que escribe: estar escuchando Scherezade de Rimsky-Korsacoff en un Winco de mala muerte a medianoche, a los 17 años, y que cayeran esa noche los milicos -mayo de 1976- para buscar a un hermano mayor.

A gusto personal, la música es mucho más poderosa que la fuerza evocativa de los olores (de los que rescato el del pasto recién cortado, el de los bosques, el de la leña y las hojas quemadas, el Paty de las canchas) y más poderosa también que la magdalena de Proust, o madalena para los españoles.

Ahora, imaginen ustedes qué le sucede al alma cuando la música que nos trae asuntos que se hacen bellos del propio pasado es una banda sonora que contiene y se expande en mil bandas sonoras de películas que hemos visto desde la infancia a la adultez. Películas que vivimos con una intensidad que es difícil sostener de más grandes. Mil bandas sonoras que son literales, infinitamente diversas. Vamos las bandas.
Imaginen una inmensa orquesta sinfónica y coros enormes rescatando partituras bellísimas con mucha más potencia y más riqueza en los arreglos que esas partituras originales. E imagínenlas con mucha mayor calidad de sonido que las películas que vimos en los 60 o los 70, con los parlantes humildes y marchitos de los viejos cines.

Ahora imaginen y evoquen las bandas sonoras de películas como El sucio, el feo y el malo, Novecento, Los sicilianos, La Misión, La batalla de Argelia, Gringo, Érase una vez en América, Pajaritos y Pajarracos, La Biblia de John Houston, Los cañones de San Sebastián, Teorema, Galileo, Queimada, Metello, Sacco y Vanzetti, El Decamerón, La clase obrera va al paraíso, Adiós hermano cruel, Los Intocables, Cinema Paradiso, Bullworth, El juego de Ripley. Estamos hablando del autor de las bandas sonoras de más de quinientas (¡¡¡!!!) bandas sonoras de series y televisión, de 1962 a 2016 (Los ocho más odiados, para un Tarantino ya aburriendo por reiterado).

Estamos hablando de Ennio Morricone (10 de noviembre de 1928- 6 de julio de 2020), a quien le negaron durante demasiado tiempo unos cuantos Oscar –si es que el Oscar importara- hasta que le dieron ocho, incluido uno honorífico (2006) y que recibió también nueve Globos de Oro, seis BAFTA, cinco Grammys, 16 Donatellos.

De cómo hacer de un documental puro arte

Es muy posible –y lamentamos no haber ido antes al cine para difundir la película- que el documental de Giuseppe Tornatore sobre Morricone ya no esté en cartelera para cuando los lectores vean esto. Esperamos y rezamos para que puedan verla en alguna plataforma, en la pantalla más grande posible y con el mejor sonido posible (por ahora resiste apenas en el Cinépolis de Recoleta). Si antes sugerimos que a las películas que vimos de chicos, de jóvenes, de cuarentones, las vivimos con una intensidad que suele perderse a una edad mayor, Ennio, el maestro, contradice absolutamente la afirmación. Gracias Tornatore, gracias Morricone, gracias cine, gracias dios por estas lágrimas. La película contradice también alguna posible asociación entre el concepto del género documental como algo acaso alejado de la emoción, la belleza, el arte. Por suerte los hay de esos (Nostalgias de la luz, del chileno Patricio Guzmán es una muestra excepcional).

Qué manera de lagrimear con la película y –escrito sin temor a la mersitud absoluta-: cuánto de nuestras vidas, cuántos recuerdos. Los silbidos y las guitarras eléctricas maletas (metálicas) de los westerns de Sergio Leone, por supuesto. La belleza de la orquestación (¡el oboe!) de La Misión. La suite de cuerdas en Érase una vez en América. Escuchen esto último acá, en una versión dirigida en vivo por Morricone en 2004, en versión de la Orquesta de Radio de Munich.

Hay momentos de altísima emotividad en el documental. O es una suite de emociones. Cada cual vivirá las propias según sea su biografía. En mi caso, solo por elegir un recorte, de pronto, cuando suena la música de Queimada, fue la emoción y la imagen nítida del disquito de vinilo, el single con dos temas de la peli, sellito rojo, venga escuchar una y otra vez el temaAboliçâo, una suerte de himno medio afro con la introducción de un órgano que hoy suena algo oxidado, como los viejos órganos Farfisa, de origen justamente italiano. Y uno tenía doce, trece años. Se escucha mucho mejor tocada en vivo en el documental.

Cuando Misión Imposible se hizo película, cuando llegó por primera vez a los cines la primera peli de la serie, muchos recordarán qué fuerte resultó escuchar el tema de Lalo Schiffrin con más y mejor orquestación, con más potencia, con la profundidad y reverberación que generan los nuevos sistemas de sonido. Una reacción emocional, de tensión, de goce personal, también corporal. Lo mismo sucede con las composiciones de Morricone en la película de Tornatore pero en infinitos modos de eso que llamamos belleza y en varios planos. Primero: todo suena mucho mejor. Segundo: suena maravillosamente cuando el documental incluye fragmentos de composiciones tocadas en vivo en grandes salas de concierto o donde fuera. Tercero: se las aprecia con mejores oídos, mejores ojos, con toda la emoción del mundo, con el pasado no como carga sino como dicha. Cuarto: se las aprecia mejor porque, sin que la película sea un tratado de musicología, con solo saber un poquito de música y con las explicaciones técnicas y emocionales que aportan otros compositores y Morricone mismo, cada partitura se entiende, se goza, se redescubre, se admira más.

Il Clube del Clane

Como espectador, uno desconocía por completo la biografía de Morricone, su historia personal. Hallazgo conceptual y divertido en esa ignorancia: los primeros años en que el Morricone “profesional” trabajó en la RAI y en la RCA arreglando de incógnito melodías “comerciales” para cantantes italianos “comerciales” de los primerísimos 60. Años y melodías que aquí se rozan con nuestro apenas posterior Club del Clan. Aquel Morricone todavía joven, traje gris y corbata, cara de nada, era algo así como un burócrata de la maquinaria de la industria cultural. Su nombre no aparecía. A esas viejas canciones italianas se las escucha por supuesto con una sonrisa y una cierta melancolía. El hallazgo de la película, además de plantear esos orígenes profesionales de Morricone –sus primeros arreglos, las introducciones de los temas- para luego llevarlos a otras planos y discusiones, es hacer descubrir al espectador y oyente el atrevimiento inicial del músico, su audacia, una mezcla de talento, de extraño sentido del humor, de pragmatismo, experimentación sin permiso y una originalidad que uno solo rescata al ver la película.

Morricone en esos años y por décadas se aparece en la película como un talentoso extraordinario y súper fértil, siempre con su cara de nada, gris, empleado de oficina y tímido. Un tímido con algo que vagamente recuerda tanto a Quino como a los perdedores de clase media de Quino, gente por general calva.

Ese tímido a la vez sufre, sufre bastante. Y su cara de nada, la que tuvo hasta los 60 o 70 años, se contrapone de manera extraordinaria con el Morricone ya casi anciano entrevistado para la película. Allí hay una enorme maestría en los planos que se toman de su rostro, en la edición cuidadosísima de las palabras que dice, en los varios quiebres emocionales de lo que confiesa, en la intensidad de sus ojos, de sus gestos, en la manera hermosa con que mueve sus manos cuando dirige orquestas reales o invisibles. Uno ha visto a mucho director con batuta; las manos de Morricone dirigiendo son de una expresividad única.

La culpa del traidor

Como en tanta obra sobre grandes creadores, el documental muestra el conocido sufrimiento y la soledad. Morricone sufrió, sí, alguna falta de reconocimiento (¿de Estados Unidos? ¿De sus referentes “cultos”?) hasta avanzados los 70. Pero más sufrió por su propio sentimiento de culpa y de humillación por creer traicionar los mandatos de la música académica en la que se formó, la vieja dicotomía entre lo culto y lo popular. O lo que en ciencias de la comunicación –pretendiendo establecer divisiones imposibles- se llamaba culto, popular y masivo. La película en ese sentido es un tratado intensísimo no solo basado en una sola biografía sino en la biografía de una cultura, de una sociedad, de cada uno de nosotros. Un tratado enorme y extenso, además, por todo lo que discurre a lo largo del documental. Porque Morricone comenzó a tocar la trompeta casi que por orden de su padre. Tocó de todo con la trompeta, desde géneros marciales que practicó también en tiempos de la Segunda Guerra a aires sicilianos o tarantelas y jazz. Pasó luego por la academia siendo el más pobre y el más raro, sintiéndose menos. Estudió composición casi que sin habérselo propuesto. Hizo música experimental (incluyendo aquellas introducciones del más antiguo pop italiano) arrancando aullidos a los instrumentos y no notas musicales.

Se sintió o humillado, o incomprendido, o usado en el corazón mismo de las industrias culturales. Sin embargo fue dueño de un poder de composición único, de una fertilidad y diversidad extraordinarias. Composiciones culturalmente generosas, llenas de cruces y de homenajes, de lo popular a lo culto siempre, atravesando y a veces aunando todos los géneros musicales imaginables, más experimentación pura, como lo demuestran todas las partituras que se disfrutan en la película, alguna de ellas divertidas o bizarras.

“Me vengué escribiendo”, dice Morricone, cuando quedan claras cuáles fueron sus luchas interiores. Mucho antes había dicho “Nunca pensé que la música fuera mi destino”, al inicio de la película. También habla de lo imposible. Lo imposible que resulta elegir qué músicas crear para cada película (y cada secuencia) cuando las posibilidades que da la libertad, si se la tiene y él la tenía, son infinitas. Mi memoria no pudo retener las palabras finales de Morricone. Algo así como la remanida imagen de enfrentarse a la página en blanco. Pero no para plantear el problema de la inspiración sino para ir mucho más allá: el del qué y el para qué. Lo dice casi llorando, con una dignidad, una honestidad y una humanidad conmovedoras.

Las notas periodísticas no terminan que uno sepa con ruegos. Esta sí. Esta nota, hecha por alguien que no es ni crítico de cine ni de música, ruega a los lectores que apenas surja la posibilidad vean la peli. Y si no alcanza con el ruego, a ver si ayuda el tráiler: