Un juego entre la crónica y la ficción donde se cuentan dos fotos que con casi veinte años de diferencia capturaron al mismo espía soviético – o quizás doble agente – en Paris y en Londres. De “El Beso” de Robert Doisneau a la foto de la tapa de Abbey Road tomada por Iain Macmillan.

“Los hechos que se cuentan en esta historia son completamente imaginarios. Más aún: cualquier coincidencia con la realidad no sólo sería fortuita por entero, sino rigurosamente escandalosa”.

(Jorge Semprún. La segunda muerte de Ramón Mercader)

1.   El Beso

Paris, invierno de 1950, cold war. El fotógrafo sonríe, tenso, detrás de la cámara. Trabaja con 6 x 6, como debe ser si se tiene en cuenta la envergadura del reportaje: nada menos que Life. PARIS. CAPITAL DEL AMOR. ESPONTANEO, le ha telegrafiado el editor y está dispuesto a cumplir. American Life es casi la gloria, más todavía para un fotógrafo francés apenas cinco años después de terminada la guerra: Life is Life and bucks are bucks, piensa y quizás murmure – en el idioma del dinero – detrás de la cámara, sobre todo si se tiene en cuenta el cambio, la precariedad del franco.

Robert Doisneau tiene oficio de sobra, sabe lo que hace. Ha montado su cámara en un café de Paris, con el objetivo enfocado en la vereda. No es un café cualquiera: el ojo, detrás de la cámara, aprecia un fondo que es casi ideal: el edificio del Ayuntamiento, icono de la ciudad sin necesidad de caer en la obviedad del arco del triunfo o de la torre Eiffel.

En beneficio del mito podría suponerse ahora una larga y nerviosa espera hasta la improbable concreción de la escena: una pareja besándose, apasionada, adelantada al fondo de la solemne construcción del Ayuntamiento: eso es  Paris, la capital del amor, anclada en la visión de Hollywood, esa realidad. (Imaginen – no importa si antes o después – a Bogart y la Bergman en el racconto parisiense de Casablanca, a Gary Cooper o a Cary Grant y sus damas de ocasión y todo tan simpático y final feliz. ¿Qué otra cosa es el amor?). Pero  Robert Doisneau no es un productor de Hollywood sino un fotógrafo francés: para él la obscenidad no es arte sino que simplemente le resulta obscena y, además, peligrosa e incluso traidora, y entonces…

El fotógrafo – que no es obsceno y jamás aceptaría ser alcahuete, denunciante o traidor (digámoslo de una vez: no va robar una foto a escondidas, a causarle problemas a un amor clandestino poniéndolo en evidencia en la portada de Life) – tampoco está dispuesto a renunciar (Life is Life and bucks are bucks, casi la gloria, por si hiciera falta remarcarlo). Pero ese tampoco tiene sus reglas: no va a montar la escena así como así: Hollywood, a pesar de todo, no es la realidad. Por eso, desechando la solución fácil de contratar actores parisienses para la ilusión americana, Robert Doisneau espera un milagro en una calle de Paris. Y ese milagro ocurre.

Francoise Bornet y Jacques Carteaud han soñado, cada uno por su parte, con ser actores. Esos sueños, acunados quién sabe por qué historias personales, los han llevado seis meses antes a los Cursos Simon – una suerte de Academias Pittman de la actuación – en busca del lugar que, creían, los estaba esperando. Y en ese encuentro, aún sin renunciar a sus sueños, se han enamorado.

Francoise Bornet y Jacques Carteaud desconocen que sus sueños serán un fracaso, pero sí saben que – en ese momento, en ese lugar, y soñando con un futuro que no conocen pero que equivocadamente presumen glorioso – están enamorados.

Y, camino a la clase en los Cursos Simon, se besan en una vereda de París, ocupada por las mesas de un café, frente al Ayuntamiento donde un fotógrafo que espera un milagro pero no está dispuesto a traicionar los ve. Los ve besarse como quizás él nunca pudo besar a nadie. Los ve besarse como imagina que dos enamorados deben besarse. Francoise Bornet y Jacques Carteaud se besan.

Robert Doisneau – que ha dejado la cámara montada a la espera de un milagro – está mordiendo su tercer croissant cuando los ve besarse. El instante de la mirada, del descubrimiento, es indescriptible: los ve. El oficio hace lo que debe hacer: el fotógrafo se levanta – salta venciendo un pudor y una duda – de su asiento en el café, se les acerca (les corta ominosamente el paso) y los encara.

Aún en su significación histórica (es decir, lo que apres coup significará en la historia del arte) el diálogo del fotógrafo y la pareja es tan irrecuperable cuanto banal. Lo único que importa es que ellos (Francoise Bornet y Jacques Carteaud) acceden a un requerimiento del fotógrafo que es imperioso deseo: reproducir una realidad para hacerla real.

Jacques Carteaud (es de suponer que él ha tomado la iniciativa) y Francoise Bornet aceptan reproducir eso (aquello) que han repetido sin pensar desde que han descubierto que se desean para que Robert Doisneau – pero, en ese momento, en esa circunstancia del asalto casi salvaje en la vereda del café, frente al ayuntamiento, ni siquiera conocen su nombre, tanto como ignoran que sus propios nombres tendrán una ajena inmortalidad – los fotografíe en un beso que (no saben) será El Beso.

La escena – la foto – es la que todos han visto: una pareja de jóvenes enamorados besándose (apasionadamente) en una vereda de Paris, enmarcados por el Ayuntamiento (anclaje, circunstancia de lugar, lo que Life necesitaba y Doisneau sabía que el editor de Life quería, deseaba… ineluctablemente publicaría y le pagaría por tratarse de la ciudad del amor).

Bornet y Carteaud han repetido el beso que Doisneau  ha descubierto – milagrosamente – desde su mesa de café parisiense. Lo repiten para que sea igual: el fotógrafo quiere ese beso y, si eso no fuera suficiente, ellos son (sueñan que son) actores. Se besan y es posible suponer que el sabor es el mismo del anterior (cuando no sabían que…) pero potenciado por algo que quizás – pero ellos no saben definirlo – sea adrenalina, o tal vez ilusión de inmortalidad: la posible entidad de toda fotografía.

Robert Doisneau  tiene oficio (ya se ha dicho y el tiempo se ha ocupado de demostrar que era más que eso) y lo pone en práctica, aún sin darse cuenta. Tiene la cámara sólidamente montada sobre el trípode, en el interior el café. El fondo ya está definido y no cambiará: es el (símbolo, señal, referencia, anclaje) Ayuntamiento. El foco, claro,  está en la pareja (Francoise Bornet y Jacques Carteaud, ahora comprometidos en la precaria inmortalidad de una página – o quizás la portada – de American Life); pero al fotógrafo le hace falta algo más: eso que reafirme, que le de entidad a aquello que pedía el editor de la revista: la espontaneidad; es decir: Paris, capital del amor y que el mero Ayuntamiento, por sí solo, no puede: hay que ayudar (armar) al contexto.

Ya se ha dicho más de una vez: a Robert Doisneau le sobra oficio. Pero precisamente por eso, el contexto que ha armado no le alcanza (no es digno – siente, intuye, piensa – de él). Y lo que ha armado no es poco: además de la pareja (Francoise Bornet y Jacques Carteaud y sus ilusiones, pero para él apenas piezas de una composición mucho más compleja que la que podría exigir y pagar Life) ha enfocado la cámara sobre el hombro de un ocasional parroquiano del café. El oficio del fotógrafo – casi, pero mucho más que, un reportero gráfico – encuentra ese hombro, ese pedazo anónimo de cabeza de parroquiano en primer plano y, rozándolo en un costado del encuadre, pone el foco en la pareja y en el beso (lo que buscaba, lo que importaba) y entonces…

Aparece y es otro milagro. Robert Doisneau tiene el ojo en la lente para, en el momento preciso, presionar el percutor y sacar la mejor foto posible – él lo sabe – del amor el Paris, la capital del amor. Francoise Bornet y Jacques Carteaud hacen lo suyo, lo convenido, y lo que no les cuesta nada, aún en la impostura: besarse, mostrar (inmortalizar – sueñan y el sueño se les hará fatídica realidad –) el amor de dos parisienses que sueñan en 1950. Está también el necesario hombro del parroquiano, pero hay algo más y Doisneau lo ve y – no es él, es su oficio, que no deja de ser él – aprieta el percutor, dispara.

El coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov no espera sorpresas esa mañana invernal que le ha tocado vivir en Paris. Es un “durmiente”, y como todo durmiente piensa – siente, intuye, sabe – que seguirá en su sueño cosmopolita hasta que sea necesario despertar. Se ha tocado con una típica boina que ha empezado a gustarle y unos anteojos que – aun cuando no quisiera confesárselo – le son cada día más necesarios. Casi ha olvidado, después de cuatro años en Paris bajo la falsa personalidad de Pierre Vincent, que es un hombre que busca la igualdad entre los hombres, un espía – un militante – de la dictadura del proletariado. Es casi natural: hasta el imprevisible momento en que reciba órdenes no tiene nada que hacer: es un durmiente. Pero aún dormido tiene que vivir.

Fiodor Mijailovich ha encontrado una coartada en los museos parisienses: un cuadro por día es una eternidad para esperar el momento de despertar. Hay tantos que, aun durmiendo toda su vida, no tendrá tiempo para preguntas. Fiodor no se pregunta nada esa mañana de 1950. Su rutina le indica los pasos a seguir hasta el Louvre, sin pensar cuáles serán sus pasos – vaya descuido para un espía soviético o de cualquier nacionalidad – ni preguntarse por la existencia de un Ayuntamiento o un café.

Podría decirse – si se mira bien la fotografía – que al ruso tampoco le interesa la pareja que se besa delante de sus narices. No le presta atención al beso de Francoise Bornet y Jacques Carteaud; tampoco sabe que acaban de tomarle una foto que, antes de que transcurra un mes, será portada de Life. Ignora también que en una oscura oficina de Washington alguien a quien él no conoce lo reconocerá en la fotografía y dará un aviso.

Jacques Carteaud se separó de Francoise Bornet seis meses después del beso. Su vida transcurrió anónima hasta su encuentro con una muerte también anónima.

En 1992, después de cuarenta años de leyenda, Robert Doisneau confesó en un reportaje que El Beso frente al Ayuntamiento había sido armado. Murió en 1994.

En 2005, a los 75 años, Francoise Bornet obtuvo en una subasta el precio record de 201.000 dólares por la venta de su copia (regalo de Doisneau) de El Beso.

En la primavera de 1950, el coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov fue interceptado en una calle de Paris por cuatro hombres armados que lo obligaron a subir a un Citröen negro. Nunca más se supo de él.

2. Abbey Road

Corría el invierno de 1950 en París cuando una fotografía que sería famosa y lo capturó por casualidad pareció sellar definitivamente el destino del coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov. Sin embargo, casi dos décadas más tarde, en el verano londinense de 1969, otra fotografía que sería aún más famosa volvió a capturarlo y lo devolvió vivito y coleando a la faz de la tierra, cuando sus superiores en Moscú descontaban que había muerto en circunstancias que nunca serían esclarecidas. Extraña paradoja para un espía, la de ser puesto al descubierto en dos ocasiones y de manera casual por dos fotógrafos en el preciso momento en que tomaban las que serían las fotografías más celebradas de sus vidas.

La primera vez ocurrió en la vereda de un café ubicado frente al Ayuntamiento parisino, cuando Robert Doisneau estaba gatillando una de las tantas fotos de la serie “El amor en París” que le había encargado American Life. Esa foto tomada en formato medio de 6 x 6 –El Beso– llegaría a la portada de la revista y cambiaría definitivamente la vida de Nefvakov, el único personaje de la composición que ignoraba que formaba parte de ella. Porque allí estaban los aprendices de actores Françoise Bornet y Pierre Carteaud besándose por encargo de Doisneau. Y también el parroquiano de la oreja, plenamente consciente de que tenía una cámara a sus espaldas.

En cambio Nefvakov, que por entonces vivía en París oculto tras la falsa identidad de Pierre Vincent, ni siquiera vio al fotógrafo. Simplemente andaba por ahí, haciendo pasar las horas de otro de sus días de espía “durmiente”. Y si hubiese visto la cámara tal vez se hubiera inquietado, pero jamás habría podido imaginar que iría a parar retratado, casi de cuerpo entero, a la tapa de American Life. Durante muchos años, sus superiores en la KGB creyeron que esa foto en la portada de la revista norteamericana más prestigiosa de la época le había resultado fatal. Porque alguien que trabajaba en una oficina de Langley lo reconoció y dio el aviso que correspondía.

Un mes después de la publicación de El Beso, Fiodor Mijailovich Nefvakov fue interceptado por cuatro hombres en una calle de la capital francesa y obligado a subir a un Citroën negro que partió con rumbo desconocido. Como su control en París no pudo volver a contactarlo y jamás fue propuesto como pieza de negociación en uno de los tantos intercambios de espías capturados que periódicamente hacían los Estados Unidos y la Unión Soviética durante aquellos años, se dio por hecho que había muerto.

Quien esto escribe relató la primera parte de esta historia hace unos años. Lo que entonces no imaginaba es que se encontraría con su continuación en otra foto, de manera fortuita.

El 8 de agosto de 1969, a las diez de la mañana (hora de Londres), el fotógrafo Iain Macmillan se subió a una escalera en el medio de la calle y disparó seis veces su cámara Hasselblad, con una lente de 50 milímetros, mientras John Lennon, Paul McCartney, Ringo Starr y George Harrison cruzaban la calle por las líneas blancas de la esquina más cercana a la puerta de los estudios EMI, en Abbey Road.

Una de esas tomas –más precisamente la quinta– se transformó en la tapa del penúltimo álbum de Los Beatles, el que lleva el nombre de la calle. A esa foto, las creencias populares le han adjudicado un sinnúmero de misterios. Todos ellos eran señales de que Paul había muerto, por eso caminaba descalzo, acompañado por un John vestido de pastor, un Ringo disfrazado de empleado de pompas fúnebres y un George sepulturero. Además, el escarabajo Volkswagen estacionado a la izquierda tiene una patente que también fue descifrada: 28 IF, que se leyó como que McCartney tendría 28 años si (if) no hubiese muerto. Llamativamente, la otra clave sobre la presunta muerte de Paul no estaba en esa foto ni en el interior de Abbey Road, sino en un disco anterior. Para descifrarla había que pasar al revés el incomprensible tema Revolution number 9, del White Album. Quien lograra hacerlo –y escuchar lo que allí se decía– descubriría las circunstancias de la muerte del beatle preferido de las chicas buenas.

Todo eso, se sabe, forma parte de la profusa mitología beatle. Por estos días, Paul McCartney sigue vivito y tocando, mientras Lennon y Harrison ya no andan por este mundo y Ringo Starr trata de no cruzárselo mucho. El único secreto que revela la foto de la tapa de Abbey Road es otro, y en lugar de representar la muerte de alguien, revela su resurrección.

Fue Yoni Gueismuler (que sólo se llama así para sus andanzas en Facebook y aquí, donde se escribe sobre fotos y espías, no se lo identificará de otra manera) quien le dio el aviso al cronista: Mirá esta foto y decime si no es el espía, le espetó. Y el cronista miró… Ahí estaba, en la vereda de la derecha, casi junto a un móvil de la policía. Ahora se llamaba Paul Cole, era presuntamente norteamericano y vivía en La Florida. La foto lo capturó cuando, decía, estaba de paseo por Londres.

La verdad es otra: Paul Cole era la nueva identidad del coronel soviético, que nunca fue un genuino espía de la KGB sino que desde el principio había sido un doble agente. Nadie lo había secuestrado en París – como creyeron sus jefes soviéticos– sino que la CIA fraguó su secuestro para que los rusos se lo creyeran. Porque después de salir en la portada de Life, era inevitable que le ordenaran volver a Moscú, un riesgo que los norteamericanos no querían correr porque el coronel podía volver a darse vuelta. Y se lo llevaron a vivir a los Estados Unidos, donde incluso se casó.

En agosto de 1969, cuando hasta la CIA creyó que todo el mundo lo había olvidado, le permitieron irse a pasear un mes a Europa, con su mujer. Y la mañana del 8 de agosto de ese año lo encontró en el norte de Londres, más precisamente en una vereda de Abbey Road, donde volvió a capturarlo una cámara disparada para sacar una foto célebre.

El coronel Fiodor Mijailovich Nefvakov –alias Pierre Vincent, alias Paul Cole– murió pacíficamente en su casa de La Florida, a los 96 años, en febrero de 2008. Vivió muchos años más que la Guerra Fría que lo tuvo como una de sus piezas.