Hace un siglo se publicaba en París la obra cumbre de James Joyce que abrió las puertas a los experimentos más radicales del siglo XX y cambió para siempre la literatura mundial. Una serie de tropiezos, malentendidos y malicias fueron reduciendo a la novela del irlandés al ámbito restringido de la lectura académica.

El aura de “texto difícil” que lo acompañó desde su publicación hizo que muchos amantes de la literatura desecharan de plano su lectura o lo abordaran con tanta timidez como para terminar confirmando a las pocas páginas lo que presumían que se iban a encontrar. Este texto, que huye de las elucubraciones académicas, busca despertar la curiosidad de los lectores del siglo XXI por una obra maestra que no ha perdido un ápice de su frescura y su originalidad. Y que, al revés de lo que ocurre con otros textos ya envejecidos, es más fácil de leer ahora que en 1922.

“Se narra un crimen o se narra un viaje, ¿qué otra cosa se puede narrar?”, se pregunta en uno de sus grandes textos teóricos Ricardo Piglia. Y si hubo alguien que contribuyó a que Joyce fuera leído en clave rioplatense, ese fue Piglia. Algo une al vanguardista irlandés con el Río de la Plata. Ulises es traducido al español primero en Argentina, en 1945 por el extravagante José Salas Subirat; una trabajo osado y magnífico que le debemos a ese gran editor que fue Santiago Rueda. Dublineses, su único libro de relatos, acaba de ser publicada en una edición de lujo por Ediciones Godot en una vibrante traducción “rioplatense” de Edgardo Scott. Y el autodidacta Marcelo Zabaloy volvió a emprenderla con el Ulises ayudado por otro editor enorme: Edgardo Russo, en una edición que publicó hace unos años El Cuenco de Plata y que ya se ha vuelto canónica. En la novela La ciudad ausente de Ricardo Piglia los vínculos de Joyce con nuestra narrativa han quedado cifrados para siempre.

Si hay una novela repleta de “lugares comunes” es esta. Se dice, tal vez con razón, que se trata de uno de los libros de los que mucho se habla pero casi nadie ha leído. Y se sospecha, también con razón, que muchos son los presumen de conocerlo pero no han recorrido más que un par de capítulos. Otro cliché (esta vez muy equivocado) sostiene que en el Ulises “no pasa nada”. Es decir: no es una obra narrativa. El hecho de que la novela transcurra durante un solo día, el mítico 16 de junio de 1904, en las calles de Dublín, siguiendo los pasos de tres personajes: Leopold Bloom, su mujer, Molly, y el joven Stephen Dedalus, ha contribuido a este malentendido. ¡Qué diablos puede pasar en un solo día!, ¿no?

Bueno, si uno considera que reflexionar sobre la muerte y sus duelos, sobre el amor y la infidelidad, sobre el tedio de la vida matrimonial, sobre la amistad, la historia, la política y la literatura, sobre las fantasías sexuales que nos asaltan mientras caminamos por las calles, sobre los pensamientos que tenemos cuando asistimos a un velorio o cuando estamos relajados tomándonos unas cervezas o sobre los dilemas que nos abruman cuando hablamos de dinero; si todo esto y mucho más nos parece “nada”, pues entonces en el Ulises no pasa nada. Y si además nos vamos a topar con un despliegue desde el punto de vista de los procedimientos literarios realmente abrumador, donde cada capítulo explora un modo de narrar diferente y donde el monólogo interior y el fluir de la conciencia aparecen por primera vez de forma nítida en una obra literaria moderna; pues cartón lleno. ¡Qué más puede pasar en una novela!

¡A leer con fe!

Vamos a ir unos pasos para atrás. Y le vamos a conceder a los defensores del Ulises “difícil” un poco de razón. Para que no resulte tan ardua su lectura, vaya pues un poco de contexto. El primero que metió la pata a la hora de “complicar” la lectura fue el propio Joyce, cuando distribuyó entre sus amigos un supuesto esquema oculto dentro de la novela, que articulaba el libro en sintonía con los episodios de la Odisea griega y el mítico viaje del Ulises original. Se suponía que este esquema no tenía por qué llegar al público, pero uno ya sabe como son los amigos de la gente famosa: a la larga el texto se filtró y a partir de ahí los críticos académicos se hicieron largos rulos tratando de descifrar en cada capítulo cuál es la referencia al texto griego. Pues resulta que no hay ninguna. Es sólo un chiste más de los tantos que Joyce mete incluso dentro del libro (que por cierto es una de las obras más divertidas de todos los tiempos).

La confusión en torno a esa clave de lectura es tal que incluso la edición española, con traducción de José María Valverde viene acompañada al final con el famoso esquema. Aunque se aclara que se trata de un juego “trivial” y que el propio Joyce lo hizo público con el objetivo de tener entretenidos a los críticos “los próximos trescientos años” tratando de descubrir qué había querido decir en muchos de los pasajes extravagantes del libro.

Primer consejo, entonces: “Hay que leer el Ulises con fe” (la frase es de William Faulkner, uno de los primeros grandes maestros del siglo en reconocer abiertamente la gran influencia de la novela de Joyce en su propia literatura). Y yo le agregaría: “y sin ningún tipo de condicionamiento ni pretensión previa”. Dejándose llevar por ese río alucinante de palabras, siguiendo más la poesía que la acción, despreocupándonos de lo que la razón tal vez no comprenda en un principio y disfrutando de las asociaciones libres que vayan a desembocar en sonoras carcajadas o en pensamientos de gran profundidad.

Conocer un poco sobre el método de trabajo de Joyce también ayuda. Durante los 17 años que le insumió la redacción de la novela (20.000 horas dirá después, otra vez en modo chiste), fue acumulando manuscritos que eran vueltos a escribir una y otra vez (había días en los que trabajaba durante toda la jornada sólo para mejorar la redacción de un par de frases, algo que se nota y mucho en el texto). Los problemas llegaron cuando hubo que enviar el texto a imprenta porque el caos era tan grande como la novela misma y cada vez que le preguntaban a Joyce sobre una corrección en vez que quitar agregaba. Ese método de trabajo, a contramano de cualquier práctica literaria de la época (y aún de la actualidad) hace al Ulises también un libro único. El desorden era de tal magnitud que veinte años después de su publicación se seguía discutiendo sobre cuál era la versión definitiva.

La odisea de una publicación imposible

Otra de las cosas que contribuyó a hacer del Ulises un libro mítico fueron las enormes dificultades que precedieron a su publicación y la persecución judicial y mediática que sufrió en el mundo anglosajón durante más de una década. ¿Qué herejía suprema consumó James Joyce para que sus compatriotas se tomaran tantos recaudos en impedir la lectura de su obra maestra en su lengua natal? Tal vez la respuesta a este enigma tan simple pero apabullante contribuya a incitar a la lectura del Ulises un siglo después.

“No puedo escribir sin ofender a la gente” confiesa Joyce cuando percibe cómo viene la mano. Ya Dublineses había tenido problemas y ahora el Ulises se enfrentaba a una censura mucho mayor. Sostenida por instituciones importantes, como el Correo norteamericano (cuyos carteros quemaban los ejemplares del libro cuando detectaban que alguien lo había enviado por correo desde la blasfema Francia). Y convalidada por “eminencias” de la cultura, como la ya consagrada Virginia Wolf que lo consideró un libro “underbred” (de clase baja) y se negó a ser la editora responsable del libro en Inglaterra por temor a las consecuencias legales que le podría acarrear.

Por suerte en París estaba Sylvia Beach, una joven norteamericana que acababa de abrir la librería Shakespeare&Co y que se alucinó con los originales que Joyce le fue acercando y decidió publicar el texto contra viento y marea. En París la novela explotó, pero en Estados Unidos se topó con rápidamente con la justicia, que la consideraba “blasfema” por el modo en que exponía sin filtros lo que los personajes pensaban a lo largo de la “Odisea” de su día.

Los ejemplares ardieron en los patios del Correo de los Estados Unidos, cual si se tratara de aposentos nazis. El escándalo lo había provocado un “vago ensueño erótico de Bloom” afirma Valverde, el primer traductor ibérico de la obra “y la crudeza con que se pinta el acto de comer y beber, amén de las ventosidades finales”. Es otras palabras: a los norteamericanos no les parecía decente que la gente se tirara pedos en las novelas en 1922.

Uno de los fiscales que se ensañó con la obra fue expuesto luego como autor de versos pornográficos, pero nadie le pidió disculpas a Joyce por los inconvenientes. “Me quemaron dos veces” dirá, aludiendo a la recepción de sus libros en Estados Unidos. La contienda finaliza recién en 1933 (11 años después de su publicación!), cuando el juez de New York J.M. Moosley es advertido por una persona que ha enviado el libro a propósito para que la justicia lo confisque y se acabe con la vergüenza legal que acompaña la censura de la novela. Moosley se da cuenta de la atrocidad que se ha cometido con la obra de Joyce y dice en su dictamen: “Me doy cuenta que el Ulises es un trago más bien fuerte para pedir que lo tomen ciertas personas sensitivas”, que hay que tener cuidado con las “repetidas emersiones del tema sexual en las mentes de los personajes”, pero “tras larga reflexión” ha llegado a la conclusión de que no se trata de un libro “afrodisíaco”, así que pueden publicarlo.

A partir de ese momento todo es mito. Quienes dicen haberlo leído y quiénes no. Quienes están interesados en leerlo y los que no. Los que lo consideran un libro complicadísimo y los que no. Los que lo han elevado a la altura de la Biblia del siglo XX y los que lo han reducido al infierno del “sin sentido”. Todo le ha cabido al Ulises a lo largo de sus cien años de vida. Y lo que es mejor aún: le seguirá cabiendo en las próximas centurias, mientras haya lectores con la suficiente curiosidad como para introducirse en las aguas profundas de la gran historia de la literatura.