¿Hubo vida antes de Marx y de Freud? Sí, pero era muy distinta a la de ahora, o eso trata de demostrar uno de dos amigos sentados en un bar para hablar de un libro que el otro desconoce. Una historia donde el mundo también se inventa.

Esto, dice Taboada, alzando la tapa del libro a la altura de los ojos y enfrentándola al Chino como para que pueda leerla.

El Chino lee primero el apellido del tipo, arriba, en letras más chicas que las del título. Siempre mira primero las letras más chicas, el Chino. Jacob, dice. Y piensa: judío. Lo dice de inmediato, casi como si pensar y hablar fuera un solo impulso: Judío, Jacob.

Taboada lo mira un momento. No creo, dice, fijate que se llama François. Yo creo que es francés, dice Taboada dejando el libro sobre la mesa y, con la misma mano, levantando la tacita de café.

¿Vos sos boludo?, dice el Chino sin ningún vestigio de hostilidad, con el mismo tono con que le hubiera preguntado el número de teléfono. Puede ser francés y judío al mismo tiempo, dice. La lógica es irrebatible. Y Taboada lo sabe. Por eso deja de lado la tacita y, tratando de sacar ventaja, dice Vos tenés algo contra los judíos.

No, no, dice el Chino, no entendés. Quiero decir que el libro debe ser bueno. Los judíos siempre escriben cosas inteligentes, dice.

¿Siempre?, pregunta Taboada revolviendo el café, como tratando de matar la tarde.

Siempre, dice el Chino. Mirá Marx, por ejemplo. Marx, repite Taboada. Marx, dice el Chino. El tipo, dice, está bien que siguiendo una línea que venía de arrastre, ¿no?, pero, casi casi de la nada, podría decirse, se mandó con eso de la condición revolucionaria de la clase obrera y tutti li fiocci. Y ahí nomás la gente empezó a ser comunista.

Parece un poco trivial, dicho de esa manera, dice Taboada.

No señor, nada trivial, dice el Chino. Antes de Marx, la gente, por ejemplo, ponele los zapateros, eran anarquistas. Solamente anarquistas. No había plusvalía ni explotación ni lucha de clases y esas cosas. Entonces va Marx, y no importa si porque a él le convenía para elaborar su tesis o porque en realidad había llegado a esa conclusión, dice lo de la condición revolucionaria de la clase obrera, se manda El Capital, y la gente empieza a vivir con esos conceptos.

El Chino está lanzado. Taboada sabe que cuando el Chino se lanza, lo mejor que puede hacer es, como se dice, correrlo para el lado que dispara.

¿Vos querés decir que antes no había nada de eso?, pregunta Taboada.

Nada, dice el Chino extendiendo el brazo hacia arriba y haciendo el gesto de índice y pulgar como una U acostada para que el mozo le traiga un café. Solamente anarquistas y dueños de talleres que les pagaban a los empleados una miseria.

Marx, dice Taboada.

Marx, dice el Chino como respondiendo a una pregunta que, sin embargo, nadie le hizo. Judío. ¿No te gusta Marx?, ahí tenés a Freud.

Taboada espera que el Chino rompa el sobrecito de azúcar, vuelque un poco adentro de la tacita de café, lo revuelva con un esmero digno de otras actividades, y dice: ¿Qué pasa con Freud?

Judío, dice el Chino. Otro.

¿Y qué, antes de Freud qué?, pregunta Taboada como pinchándolo para que el Chino siga en el vértigo.

Simple, dice el Chino. Antes de Freud la gente no voy a decir que no soñaba, pero cuando soñaba no, no, ¿cómo te diría?, no ataba cabos. No, no ataba cabos no, no relacionaba esos sueños con cosas de su vida. Por ejemplo, dice el Chino, un zapatero, ponele un zapatero para seguir con la línea de lo que veníamos hablando. Un zapatero, entonces, soñaba que se peleaba con un cliente a las trompadas y de una piña lo desparramaba por el piso.

82 y 56, dice el Rengo que hasta ese momento había estado leyendo la página de deportes en el Clarín, sin preocuparse, aparentemente, de la charla. ¿Qué?, dice el Chino, asombrado no tanto porque el Rengo hubiera salido de su ostracismo sino por la forma en que salió. 82, la pelea, y 56, la caída, dice el Rengo. El zapatero le jugaba al 82 y al 56, repite.

El Chino toma un sorbo de café y deja la tacita sobre el plato, meticuloso, tomándose su tiempo, pensando lo que va a decir. Pulsión, dice, pura pulsión. Antes de Freud, un razonamiento como ese, si es que se le puede llamar razonamiento, pero pongamos que sí, un razonamiento como ese, decía, podría haber sido catalogado como banalidad de quinielero. Después de Freud, es pulsión. El Rengo retoma la lectura del diario con la misma parsimonia con la que lo dejó unos segundos antes. No dice ahá, ni mirá vos, dice Está bien, que no le juegue, da vuelta unas páginas del diario y sigue enfrascado, ahora, en los policiales.

¿Y Edipo, por ejemplo?, dice Taboada, tratando de que la interrupción del Rengo no ponga fin a la tarde.

Edipo, dice el Chino, era solamente un mito de la antigüedad. Y los mitos eran la manera que tenía la gente de entonces, a falta de un desarrollo científico importante, de responderse, digamos, las cosas que no entendía. Una brillante manera de sacarse el cagazo ante lo desconocido, si querés. Un tiempo después, se convirtió en personaje de Sófocles.

Judío, dice Taboada, volviendo a pinchar.

No se sabe, no se sabe, pudo haberlo sido, incluso sin saberlo, dice el Chino levantando un dedo premonitorio ante sus ojos. De todos modos, dice el Chino, Sófocles lo mete en una tragedia pero no lo saca de esa carnadura que tenía. Sigue mito, Edipo, durante años. Qué digo años, siglos, dice el Chino y hace un gesto abarcativo con las dos manos por encima de la mesa. Entonces, llega Freud, ¿me seguís?, dice el Chino sin esperar respuesta, retórico el Chino. Llega Freud, agarra a Edipo, piensa un cacho qué puede hacer con él y lo pone como complejo. Chau, a cobrar, dice el Chino. Minga de mito y tragedia. Complejo, ¿entendés?, un genio el tipo. De la nada, casi de la nada, como Marx, te zampó un complejo que vos ni por puta te imaginabas.

Y vos decís que, antes de eso, nada, dice Taboada.

El Chino hace un silencio, entrecierra los ojos. Después dice Nada, casi suspirando. El Chino maneja muy bien eso de los silencios y los gestos. Se hace fácil creerle al Chino. Oratoria, eso, el Chino domina la oratoria. Y después de ellos, cambió todo, dice el Chino.

¿Ellos?, dice Taboada.

Marx y Freud, dice el Chino. Cambió todo, sigue diciendo. Fijate las revistas. Lo podés ver en cualquier revista, viejo. A partir del lenguaje que crearon esos tipos, todos hablamos como ellos. Va una señora cualquiera, ¿no?, a la verdulería, ponele, y se pone a dudar si zapallitos o berenjenas y ahí nomás el verdulero piensa conducta errática. Una mina, una mina, ¿no?, aquella que está sentada cerca de la ventana, por ejemplo, si da vuelta la cabeza y nos mira y después vuelve a clavar la vista en la ventana, ¿vos qué pensás?, dice el Chino.

La tarde se hace cada vez más oscura. Taboada se da cuenta cuando mira la mina y la ventana que le señaló el Chino. Histérica, dice Taboada.

Ahí está, dice el Chino. Freud, puro Freud. Antes de Freud, ¿qué ibas a decir? ¿Histérica?, ¿qué quería decir histérica? Ni siquiera existía la palabra histérica.

Taboada pide la cuenta con un gesto. El Rengo pasó a otra página y le queda poco de diario sin leer.

Che, dice el Chino ya en las últimas, ¿y de qué trata el libro ese?

No sé muy bien, dice Taboada, pero tiene una frase bárbara. Taboada abre el libro en la página donde plegó una esquinita y lee: En 1543, al publicarse el libro de Copérnico, el sol dejó de girar en torno a la Tierra.

Hay un silencio, dos, tres minutos. El Chino lo corta en el momento justo, con la precisión de un cirujano. Judío ese Jacob, dice, seguro.